martes, 26 de agosto de 2008

Magdalenas

Ingredientes:

125 gramos de maizena
250 gramos de harina
1/2 cucharadita de sal
275 gramos de azúcar
9 cucharadas soperas de leche
1 vaso, de los de vino, de aceite
3 - 4 huevos, según tamaño
1 sobre de levadurina
peladura de limón rallada

Batir, en un bol, los huevos, la leche, el azúcar, el aceite y la piel del limón. Añadir la harina de trigo y la maizena junto con la levadurina y mezclar bien.

Llenar los moldes hasta sus dos terceras partes, espolvorear con azúcar y cocer a horno moderado unos 18 minutos.

Solomillo de cerdo en hojaldre

Salpimentar el solomillo, untarlo con paté y envolver en hojaldre.

Untar con huevo batido y llevar al horno a 180º, unos 25 minutos.

Servir con puré de manzanas en hojas de endivia y sobre una salsa hecha con caldo, foie y nata liquida, reducida esta salsa a fuego lento.

Paté de atún

Ingredientes:

1 lata de bonito al natural
1 envase de queso Philadelphia
4 nueces machacadas en el mortero
perejil picado.

Mezclar todo muy bien. Conservar frio

Mayonesa o alioli

Ingredientes:

1 huevo
Un vaso de aceite
Sal, vinagre o limón, al gusto
1 diente de ajo (opcional), para alioli
Batidora

Mayonesa de leche

Una medida de leche y el doble de aceite de sabor suave. Mejor mezclar de oliva y de girasol. Ajo (opcional), y sal. Batidora. Al finalizar poner limón o vinagre, al gusto.

Paté de marisco

Ingredientes:

1 lata de mejillones al natural
2 yemas de huevo cocido
3 cucharadas de mayonesa
3 anchoas.

Mezclar bien. Para consumir en el día. Puede durar más tiempo si se hace con mayonesa de leche.

Quiche Quirós

Cocer, en un molde, pasta quebrada o de hojaldre. Cubrir con atún, pollo, o cualquier carne o pescado, cocinado o en conserva, (pueden ser restos), mezclado con pisto o tomate frito.

Cubrir con una bechamel ligera. Untar con huevo batido y gratinar.

Paté

Ingredientes:

1/4 kilo de higados de pollo
1/4 kilo de carne de cerdo picada
2 huevos
4 cucharadas de nata
4 cucharadas brandy
Sal, pimienta, nuez moscada y orégano

Mezclar todo bien y colocar en molde de horno forrado con tiras finas de bacon. Llevar a horno unos 50 minutos a 180º. Ya hecho y fuera del horno, cubrir con manteca de cerdo derretida.

Se conserva, en frigorífico, varios días.

lunes, 25 de agosto de 2008

Cus-cús

Se rehoga en aceite carne de cordero, pollo y ternera, o bien sólo una de ellas, o dos, al gusto. Se retira, una vez dorada y se reserva. En ese aceite se sofrien verduras troceadas grandes, al menos siete distintas: cebolla, nabo, berenjena, tomate pelado, pimiento rojo, pimiento verde, zanahoria, ajo, apio, col, pimiento seco rojo, calabacín, etc. y se retiran para terminar de hacerlas al vapor. Se añaden los garbanzos, en remojo desde la noche anterior, la carne rehogada, pimienta, guindilla y comino, mezclando todo e incorporándole agua hirviendo hasta que quede casi cubierto. Se deja hervir suavemente hasta cocción, poniéndole la sal casi al final.

Para el cuscús se pone a hervir 1/4 litro de agua con sal y un chorro de aceite. Al comenzar la ebullición, y fuera del fuego se le añaden 250 gramos de cuscús y pasas (opcional), revolviendo y dejando en reposo. Se vuelve al fuego un momento, mezclando un poco de mantequilla o aceite.

Se sirve separado, por una parte el cuscús y por otra las verduras con la carne y los garbanzos.

El cuscús, al estilo de Fez, se toma acompañado con cebolla pochada a la que se añade, ya casi hecha, un poco de azúcar, canela y uvas pasas. Se pone, para servir, en recipiente aparte. En una fuente grande se coloca, en el fondo, el cús-cús, encima los garbanzos, luego la carne y alrededor las verduras.

Quesada

Ingredientes:

100 gramos mantequilla desleída
3-4 huevos, según tamaño
1/2 litro leche
1 yogur natural
1 taza de harina
1 taza de azúcar

Batir los huevos con el azúcar y el yogur, añadir la harina, mezclando bien hasta que quede sin grumos. Incorporar la leche, batiendo bien y, finalmente echar la mantequilla desleída. Poner en fuente de horno, untada con mantequilla y cocer una media hora a 170º.

Tortilla de verdura

Freir patatas como para tortilla, con cebolla y ajo picados.

Mezclar con verdura hervida en agua y sal y escurrida. Puede ser repollo, espinacas, coliflor, judias verdes o cualquier otra verdura, al gusto. Añadir huevos batidos y poner en molde de horno untado con aceite. Cubrir con tomate frito, o salsa de tomate, o pisto.

Llevar a horno hasta que esté cuajada.

Falafel - fritos de garbanzos.

Ingredientes:

Garbanzos cocidos
Cebolla
Ajo
Levadurina
Harina
Perejil, cilantro, comino, sal, pimienta y aceite para freir

Machacar los garbanzos o bien pasarlos por pasapuré o batidora. El puré debe quedar consistente. Mezclar con la cebolla y el ajo, finamente picados y pochados en aceite, añadir las hierbas, la sal, la pimienta, la levadura y el comino. Dejar enfriar.

Formar albóndigas, pasar por harina y aplastar ligeramente.

Freir en aceite muy caliente y escurrir sobre papel absorbente.

Pueden servirse con salsa de tomate o pisto.

sábado, 23 de agosto de 2008

Historia de una camiseta
















NUEVA DELHI








Lo primero que sientes, al salir de la terminal del aeropuerto de Delhi, es un golpetazo de calor húmedo, envolvente y espeso, lleno de olores fuertes y diversos. Al preguntar por un autobús que vaya al centro de la ciudad se acercan, en tropel, para ofrecer sus servicios de transporte, unos ocho o diez indios, prietos, magros, con el pelo negro reluciente, unos descalzos y otros calzados con chanclas. A Luisa, sola y cargada con una mochila y una bolsa pequeña le parecen una multitud. No, nothin, son las palabras que pronuncia de continuo hasta que consigue librarse del acoso y subir al autobús, una especie de ruina. Los que recuerda de la posguerra, en comparación con estos, eran de lujo. El equipaje va con cada uno, colocado donde se puede.

Cobran veinte rupias por persona y diez por los bultos. Le dice al conductor que la deje lo más cerca posible de Main Bazar. Allí están los hoteles en los que quiere buscar alojamiento. Al posarse del autobús se siente tal como debían sentirse los cristianos cuando los echaban al circo a luchar con los leones. No sabe dónde está, ni encuentra indicación alguna. De repente, se ve rodeada de conductores de rikswash, de moto-rikswash y de taxis. Momentos de angustia y más fuerte la sensación que experimentó minutos antes en el aeropuerto: QUIERO VOLVER A CASA.

Había salido de su pueblo, un lugar perdido en la montaña asturiana, zona abrupta y montañosa, con valles surcados por arroyos y ríos de aguas cristalinas, morada de truchas y cangrejos. Castaños y hayas forman bosques de inigualable belleza, sobre todo en otoño, luciendo en sus hojas una variada gama de dorados. Verdes praderas que relajan el ánimo, que se cubren de margaritas al anunciar la primavera. Senderos que amarillean en prímulas, intercaladas de tímidas violetas. Picachos nevados, montañas de roca grisácea alternando con praderas verdes, mimosas y manzanos en flor. De todo esto disfruta Luisa desde que se jubiló y volvió a la casa de sus abuelos paternos. Disponía de la mitad del edificio, tratando de conservarlo, en la medida de lo posible, tal como ellos lo tenían en vida. Respetó su habitación, de muebles en cerezo con discretas tallas, dos camas, un armario de luna, una original mesita alargada, un aguamanil y, presidiendo todo, un enorme cuadro representando a Jesús orando en el Huerto de los Olivos. Lo habían comprado porque se parecía a un hijo fallecido en plena juventud. En diecinueve días perdieron dos hijos. A Teresina, con veintitrés años, recién terminados sus estudios de Magisterio, se la llevó una gripe que, aquel año de mil novecientos diecinueve, asoló a la población. Con veintisiete años, Carlos falleció de una tuberculosis producida por una herida de bala. Muy joven, emigró a Argentina. Regresó al cabo de pocos años, asustado por el embarazo de una chica con la que mantenía relaciones. No supo, ni quiso aceptar, asumir, ni afrontar la situación.

Una tarde, como tantas veces, discutió con su madre. En el calor de la riña, con una navaja que tenía en la mano, apuñaló la representación de un Cristo crucificado que colgaba en la pared de su cuarto, en un marco sin cristal. El tajo coincidió en el pecho de la imagen. Salió a caminar. La casualidad hizo que se topase con un tratante de ganado con la pistola cargada y cargado de copas. Por alguna razón desconocida debieron tener unas palabras o al hombre le dio un arrebato, empuñó el arma, disparó y la bala le entró a Carlos en el preciso punto del pecho que coincidía con el pinchazo que, momentos antes, él había infligido a la figura del Cristo. El proyectil quedó alojado en un pulmón. No hubo posibilidad de extraerlo y la consecuencia fue una tuberculosis que, sin remedio, lo llevó a la tumba.

La madre nunca pudo superar la tragedia. Nada hay peor en el mundo que sobrevivir a un hijo. No existe la palabra que describa esta situación antinatural. Se puede denominar la orfandad, la viudedad, mas no hay término alguno que haga alusión a este hecho. Perder dos hijos en tan poco tiempo, resultó insuperable. Muerta por dentro, pasó el resto de sus días encerrada, enterrada en casa, sin ganas de hablar, esperando cada día un final que no llegaba. Nunca quiso irse a la capital, donde su marido trabajaba como contable, funcionario en dependencia estatal.

En diciembre de mil novecientos catorce, Carlos, con veintidós años, escribió un relato:

Honra por Honra

Cuando Eugenia Roca hubo llegado a la cúspide, hasta donde una vida incierta la elevaba, pensó en la venganza. Tal vez su corazón de mujer buena hubiera retirado de su mente esta aferrada idea si al volver la vista al sendero recorrido no se estremeciera de dolor y remordimiento.

La primavera de esta mujer, que cotizaba sus caricias por un puñado de oro, fue muy breve; apenas lo recordaba. Tal vez sería cuando aún con los vestidillos cortos de rientes colores y los tirabuzones flotantes al aire, loqueaba con sus compañeras de colegio. Después, cuando apenas contaba diez y siete años, comenzó el calvario de su vida, amando como se ama: con ansias grandes de lucha y de sacrificios, sin fijarse en medios.

El conde del Aramo, que fue el que supo despertar el corazón de la niña, ajena de experiencias mundanas, era un ente de la sociedad, que consumía la juventud y el capital en orgías constantes. De esta suerte, Don Pedro Roca, enterado de los amores de su única hija, quiso poner coto a ellos; mas la condición bravía de Eugenia hubo de triunfar, burlando con la huida a su buen padre, que de resultas de aquel terrible golpe acabó sus días en el abandono abrumador de un manicomio.

Eugenia sintió remordimiento. Tal vez esta gran desgracia no hubiera, para siempre, empañado los goces de su vida al caminar en ella correspondida en la pasión que sentía hacia el libertino Eduardo, que así se llamaba el conde; pero llegó momento que sus caricias ingenuas, su conversación de colegiala, causaron tedio en el ánimo del conde y, entonces, con una palabra cariñosa, con una sonrisa cínica, con una invitación, supo el joven calavera deshacerse de la que había sacrificado una existencia feliz a su cariño.

- No llores chiquilla, le dijo un triste día.

- No te abandono, te sigo con el alma, y, sin embargo, nuestra separación es necesaria; pero no te apures, tú eres hermosa, tu cuerpo es perfecto y será codiciado; mil hombres habrá que han de hacerte más feliz que yo. Y la abandonó.

Fría como el agua de aljibe que el sol no orea, quedó el alma de la niña amante tras este desengaño, tras esta brusca presentación del egoísmo macho. Y ya, sin más vida que la que pudieran proporcionarle sus extraordinarios encantos, sintió vértigo del triunfo para vengarse. Pronto sus hechizos cotizaron altos en el mercado del amor; fue el entusiasmo y la envidia de aquellos salones, nunca soñados por ella, y que tenía que frecuentar, pues era la belleza completa, el ensueño de un cielo, el orgullo de un amor.

Y aquella noche, cuando hubo quedado sola en su regio gabinete no se abandonó al llanto como de costumbre, muy al contrario: sus grandes y violáceos ojos, siempre melancólicos, aparecían brillantes, alegres, desafiadores.

Había triunfado, iba a vengarse, y cogiendo un pequeño pliego de papel, con pulso firme escribió:

Querido Eduardo: Tomé tus consejos y triunfé. Para que puedas convencerte, te invito esta noche al baile que doy en mi palacio; espero no faltarás. Te besa. Eugenia.

Cuando hubo el criado desaparecido, con orden de llevar inmediatamente la carta a casa del conde del Aramo, una sonrisa diabólica iluminó el rostro de la gentil cortesana.

- ¡ Oh venganza ¡ – exclamó llena de júbilo - ¡ Cuan tardía te presentas ¡. Creí no poder encontrarte.

El gran salón de la hermosa Eugenia se mostraba suntuoso a sus favorecidos. Mezclábanse allí políticos, artistas, atletas, banqueros en montón igual, todos llevados por las conspicuas bellezas que lo invadían.

Varios grupos de viejos verdes adormecidos ante los blancos y empolvados escotes en sueños afrodisíacos; otros delicados polluelos de cuerpos corvos bajo el peso de los placeres entretenían a las cortesanas con sus presuntuosidades y chistes de mal gusto. Ellos hablaban con apasionamiento, sin apartar sus ojos de ellas, que indiferentes y frívolas, hacían escuchar a uno y flirteaban con todos.

Se mostraba Eugenia más ideal, más fascinadora que nunca, cual la soñara un poeta; chorreada de ilusión de encajes, iluminada de brillantes, anegada de pasión. Sobre su escote de purísimo blanco resbalaba negro collar de gruesas perlas semejando un coro de abejas, absorbiendo la miel de sus carnes. Sus cabellos, de un rubio mieses, eran coronados por rica diadema de brillantes. Estuvo entregada a la impaciencia hasta que apareció en el dintel de la puerta del gran salón la figura distinguida del conde del Aramo. Alto, seco, de negrísimo pelo, bigote engallado, ojos negros, mirada brillante y profunda.

Eugenia, al verse otra vez ante el hombre que la hundió en el fango, sintió una vibración de ira que estremeció todo su cuerpo, y un frío helado se derramó por sus venas. Duró poco: pronto su mente reaccionó. Había que ser fuerte, había que fingir, había que vengarse. Fue al encuentro de Eduardo, que al verla triunfante, sintióse atraído otra vez hacia su antigua pasión, con esa fuerza que nos arrastra a todo lo grandioso, a todo lo superior. Eugenia entrególe su mano y se saludaron como dos amigos, como dos antiguos camaradas.

- ¡Sin verte en tanto tiempo! ,- exclamó Eduardo -, y después de un momento de observación dijo: Y sigues tan divina, es decir más... Si Eugenilla, vales más que antes.

- ¡Bah! – dijo ella con una sonrisa irónica. Será que unes a mi poco valor el de las alhajas que llevo encima, ¿verdad ?.

Él sintió el bofetón en pleno rostro; pero hombre mundano, no quiso mostrar su alma y volvió a sus apasionados halagos.

- Tengo mucho, mucho, que hablarte, pues bien sabes, mía del alma, que de todas las que pasaron por mi camino tú fuiste la única, ¿entiendes?, la única que dejaste una santa huella de amor que jamás se borrará. Estás encantadora. Es una exclamación del alma.

Ella rió, haciéndose la engañada.

Los acordes de un vals lento cortaron el diálogo.

Las parejas, sugestionadas por las notas melodiosas, pasaban en giros lentos.

- ¿Bailamos? – murmuró Eugenia.

-¿Sin hablar? – preguntó él.

- Luego hablaremos, contestó ella, e indiferente, como no admitiendo réplica, apoyó su desnudo brazo en el hombro de Eduardo y se dejó llevar.

Griseaba el día cuando el conde llegaba a su vetusto palacio.

Con la mente fija en Eugenia, y sonriendo al nuevo horizonte, se dispuso a descansar.

No había traspasado los umbrales del reposo, cuando dos aldabonazos dados en la puerta del palacio, vinieron a importunar su sueño. Escuchó después mezcla de roncas voces y más tarde abriose la puerta de su habitación, dando paso al más antiguo sirviente.

- ¿Qué ocurre Diego? – preguntó el conde, incorporándose en el lecho.

- Un comisario, señor, desea veros. Yo me opuse a su pretensión por no ser horas estas de molestar al señorito, pero trae un mandamiento del señor juez para llegar hasta vos.

Malamente sentó la noticia a Eduardo, que le hizo estremecerse, tal vez obligado por algún presentimiento.

- ¡Un mandamiento judicial! – paladeó con admiración.

- A ver, pásalo inmediatamente.

Al momento, en el umbral de la puerta, apareció la figura pequeña y enjuta del policía, vestido con negro paño, del que sólo se destacaba su rostro de color amanzanillado y sus ojos de brillar felino.

- Señor conde del Aramo – dijo leyendo un papel que sostenía en sus manos -, se os suplica me sigáis, pues por orden superior he de conduciros detenido.

- ¿A mí? – gritó Eduardo con fiereza.

- A vos se os acusa de haber cometido un robo en la persona de Eugenia Roca.

Esta emoción dejó a Eduardo anonadado; sus ojos se cegaron por una ráfaga de ira. Hubiera cruzado el rostro de aquel hombrecillo de mirada firme y hablar autoritario que se atrevía a dudar de su honra.

- ¡Señor delegado! – gritó irguiendo la cabeza, contrayendo los ojos y apretando los puños - ¡habláis con el conde del Aramo.

- Os dije mi objeto – contestó el policía con tranquilidad desesperante.- Se acusa de un robo al señor conde del Aramo.

Entonces, a la mente del calavera Eduardo, acudió una idea que se transparentó por una sonrisa.

- ¡Bah!, esa romántica de Eugenia tal vez quiera ahora delatarme como autor del robo de su honra.

Y, completamente tranquilizado con este pensamiento, comenzó a vestirse.

El comisario permanecía en pie, firme e inmóvil. Sus grises ojuelos acechaban todos los movimientos del conde.

De súbito se oyó un ruido seco, producido por algo caído del frac. El hombrecillo, de un salto, se interpuso entre Eduardo. En el suelo había un collar de gruesas perlas negras; el mismo que aquella mañana lucía Eugenia en su cuello.

Eduardo quedó estupefacto. Sus ojos querían salírsele de las órbitas. Había comprendido todo. Quiso hablar, explicarlo y no pudo.

- Este precisamente era el objeto que se buscaba – dijo riéndose el comisario -, al mismo tiempo que recogía y examinaba el collar; después prosiguió. No era mala la pieza; comprendo la tentación... ¡ja,ja,ja!, ¡vamos!.

“El Liberal” traía la noticia muy extensamente y haciendo muy sabrosos comentarios:

“Aristócrata de cuenta”

Anoche, en un baile celebrado en casa de la bellísima señorita Eugenia Roca, el joven aristócrata que lleva el título de conde del Aramo, y que tan conocido es de la buena sociedad madrileña, aprovechándose del mareo dulce y voluptuoso que producía el melodioso vals, se apoderó de un valiosísimo collar de perlas negras que lucía la lindísima dueña de la casa.

Denunciado el repugnante hecho en la Comisaría, fue detenido el pájaro azul en cuyo poder se encontró la riquísima alhaja. Del juzgado de guardia dio con sus aristocráticos huesos en la cárcel, donde se entregó a la negativa y al abatimiento.

¡Bravo conde!.

La hetera Eugenia, en su suntuoso gabinete, recostada sobre un cómodo sofá, leyó varias veces la noticia.

Bien está, - dijo con melancólica sonrisa, - ya tengo lema para mi vida: honra por honra.

Y después, ganosa de tranquilidad, dejó caer el periódico, encendió un cigarrillo turco, cerró los ojos y comenzó a fumar arrojando el humo en pequeñas bocanadas, que trabajosamente subían al espacio describiendo extrañas figuras.

C. Tuñón.- Quirós, 27 de diciembre de 1914

La idea de visitar la India venía de tiempo atrás, al escuchar los relatos de tantos que habían visitado ese país. Que te da paz interior. Que cambia la manera de entender la vida. Que es una experiencia distinta y única. Así fue que decidió comprobarlo por si misma y allí estaba, perdida en no sabe que lugar de la enorme ciudad y rodeada de indios que la miraban como a un bicho raro, compitiendo entre ellos para lograr ser el contratado y ganarse unas rupias. El elegido la lleva, no adonde ella quiere ir, sino a una oficina de información. Le cuentan que los hoteles a los que quiere ir están, unos llenos y otros cerrados, por orden gubernamental, al no tener salidas de emergencia para casos de incendio. Sugieren otros establecimientos, por supuesto, donde les dan comisión. Luisa se acuerda de todos los muertos de los empleados de la oficina cuando pretenden cobrarle cien rupias por indicarle, en el callejero, donde está situado Main Bazar. Indignada y resignada afronta de nuevo la arena del circo. Contrata un motocarro-taxi y le dice al conductor que la lleve al hotel Vivac. Vano empeño. Ya en camino, luego de ajustar el precio de la carrera en diez rupias, él dice que la lleva al hotel “no se cuantos”. Luisa responde que al Vivac. Detiene el vehículo e insiste que al que él dice. Bien, titi, acepto, le dice Luisa, cansada, con los pies hinchados, con ganas de darse una ducha y tumbarse para tratar de adaptarse al desfase horario. Ya en el hotel, otro tira y afloja con el precio y los días. Pensó en quedar sólo una noche y buscar otro alojamiento.

Finalmente decidió estar allí los días que permaneciese en Delhi. Un hotel de lujo, así consta, una habitación doble con ducha y agua caliente, este es un detalle que señalan y cuesta unas rupias más. Menos mal que a este lujo trajo su sábana convertida en saco de dormir, de lo contrario no sabe si hubiera podido pegar ojo.

Después de una buena ducha, un masaje en los pies con Thrombocid y media hora de sueño, salió Luisa a dar una vuelta por la ciudad. Es increíble que, a las puertas del siglo veintiuno, se vean estas cosas donde no sea la selva amazónica y acaso allí, al menos, tendrán chozas.

Hay casas, coches, tiendas, luz eléctrica, televisión, pero también familias enteras, mucha gente, viviendo en plena calle, en un trozo, acotado, de acera. Eso constituye su hogar, junto con un montón de harapos y utensilios que, hace mucho tiempo, alguien más pudiente, desechó. Y esto no sucede en las afueras, no. Están aposentados en los alrededores de la Connaught Place, el centro de la capital. Hay tiendas lujosas, con mercancías de marcas caras, restaurantes internacionales y joyerías. Cada establecimiento vigilado por uno o dos guardias de seguridad, armados hasta los dientes. Las calles, aparte de vacas con todos sus excrementos y toda la basura habida y por haber, están llenas de escupitajos rojos, esa mezcla de más o menos ingredientes que, envuelta en hojas de betel, los indios mascan continuamente. Los recipientes para escupir, hechos con azulejos, sólo los hay en las esquinas de la plaza y en los lugares más céntricos

Luisa es madrugadora y así, después de tomar un full-café, - como medio litro de brebaje -, bien caliente, con dos chapatis,- tortas de masa de harina, aplastadas y cocidas a la plancha,- sale a caminar sin rumbo… Camina tanto que le salen ampollas en los pies. Después de varios intentos fallidos en librerías, encuentra postales en un puesto callejero. Compra sellos en la oficina de correos, donde las mujeres no guardan cola y como en la cercanía no se vislumbra ni un bar ni una cafetería para sentarse, lo hace en la hierba de un parque, donde tiene que decir como treinta y siete veces que no, nada, a los quince limpiabotas, diez vendedores de té y doce de varias cosas. El buzón de correos es una especie de contenedor de basura que, en sus orígenes, fue de color granate. Paseando contempla a cada momento insólitas estampas como el baño de unos hombres en plena calle, enjabonándose en taparrabos y aclarándose con el agua que sale de una manguera colocada en una boca de riego.

El aseo es vital e imprescindible para los indios. Cada mañana suelen acudir al Ganges para la limpieza y el cuidado de su cuerpo así como para purificarse en las aguas del sagrado río. Los que no tienen agua en casa o los que no tienen vivienda utilizan las bocas de riego en las calles para organizar espectaculares baños en la vía pública y esto ocurre en cualquier época del año.


Unos vendedores de pescado, escamándolo y destripándolo en la acera, también al lado de un chorro del líquido elemento que abastece la ciudad. El caso es que las calles no huelen tan mal como era de suponer, dada la situación. Luisa aún no se atreve a probar los extraños alimentos que venden en los cientos de chiringuitos que hay por doquier, así que resuelve la comida de ese día con una pizza y compra fruta y unas galletas para la cena.


Delhi, con ocho millones y medio de habitantes, es la total y absoluta anarquía. Hay contados semáforos en las radiales de la Connaught Place. No se ve un solo policía de circulación, ni de los otros. Cruzar una calle es una aventura. Normalmente lo hacen varias personas juntas y a carrera limpia. Cansada, se le ocurre tomar un rickwash, bici-taxi y, una vez en marcha, pensó que había llegado el fin de sus días. El mozuelo conductor pedaleaba entre autobuses, moto-carros, y otros vehículos en un monumental atasco. Se sentía totalmente indefensa en tan frágil y endeble transporte. Ni se sabe cuando puede llegar un atisbo de tecnología. Las zanjas las abren a pico y pala y la basura que no comen las vacas o perros, amontonada por las calles, la van recogiendo en cestos, con las manos, sin guantes tan siquiera y la van echando en un camión normal, que va, por donde pasa, desprendiendo pestilentes olores.

No es de extrañar la cara de asombro de la controladora de Iberia o del empleado de American Exprés al enterarse del destino de Luisa, anciana, con mochila al hombro y viajando sola a la India. La batalla de cada día ya comienza en el hotel. Hoy detecta que le faltan unos zapatos y tres paquetes de pañuelos de papel. Ayer le cobraron el doble por el mismo desayuno. Al preguntar cualquier dirección es difícil que comprendan, no todos saben inglés. Las calles, salvo las radiales de la Connaugh Place tienen los nombres en hindi, así que, con su sentido de desorientación, se pierde a menudo, descubriendo, eso sí, lugares nuevos. Pregunta una y otra vez y, si la cosa se complica, se sube a una bici-taxi contratando, eso sí, el precio de la carrera antes de subir. En una de estas ocasiones de pérdida en la gran ciudad le dice al ciclista-conductor que la lleve a Connaugh Place y en esto que se mete por una callejuela extraña, especie de sendero de tierra y piedras, una especie de descampado. Preocupada, piensa en lo peor. Que puede, en un momento que crea oportuno, robarle o secuestrarla o acaso, en connivencia con algún cómplice, darle una paliza y desvalijarla. Le toca en la espalda y repite el lugar al que quiere ir por si acaso no lo había entendido bien. Responde que tomó un atajo y así era efectivamente. Lo peor de todo es sentir el engaño continuo y la inseguridad.

Sale del hotel temprano, antes de las ocho y se encuentra a los crios que van al colegio, con uniformes varios y algunos, los más pequeños, en transporte escolar, un rikswash, bicicleta de tres ruedas, con capota y asiento para dos personas, pero por arte de magia, allí van unas siete u ocho criaturas.

A lo largo de la calle se encuentran las familias realizando sus abluciones matinales, unos cepillándose los dientes, otros duchándose, una madre lavando el culo a un pequeñín, todo con cubos y jarrillos. Un poco más allá contempla un amasijo de jarapas y al fijarse con más atención resultan ser como veinte personas, unas aún durmiendo y otras ya levantándose al despertar por la lluvia que comienza a caer. Con el agua, las calles se convierten en un lodazal Por las aceras no se puede transitar pues, hoy con plásticos, son la vivienda de muchos y el “local” de negocio de otros. Hay infinidad de “barberías”; un minúsculo espejo, una brocha medio pelada, jabón, un pequeño recipiente con agua y un trozo de acera es todo lo que necesitan. No les hacen falta proyectos, estudios de mercado, créditos bancarios, licencia de apertura, tasas municipales, registros sanitarios y todo el papeleo, gastos y burocracia que sería menester unos metros más allá, en el centro de la plaza donde están los representantes de la globalización y las multinacionales con las tiendas Nike, Reebook y demássucursales del capitalismo salvaje. El primer mundo dentro del tercer mundo. Hay también bastantes sastres con su máquina de rabil, sentados en el suelo, claro, con las piernas cruzadas en posición loto. Come en un restaurante, el Potpourri, donde solo hay extranjeros y !qué alivio!, sentada. Existen pocos lugares donde uno pueda hacerlo. Los naturales del país pasan horas en cuclillas.

Al bajar, ya con el equipaje, dice en recepción que le faltan unos zapatos y pide el libro de reclamaciones. Dicen que espere, así que echa una ojeada al News Delhi Times: huelga de transporte escolar, problemas en el parlamento, accidentes de circulación que, por lógica, debería haber más. Le enseñan unas chanclas de no se sabe quién. Ocho indios en busca de sus zapatos y !ni flores!. Desiste en el empeño y tampoco anota cosa alguna en las libretas que le ofrecen como libro de reclamaciones, no vaya a ser que pague las consecuencias algún necesitado cuando el jefe lo lea, así que, con sus zapatos mojados por la lluvia del día anterior, sale a la lucha de cada día en busca de un moto-carro-taxi que la lleve a la estación de autobuses. Al tercero que regatea lo deja en cuarenta duros que, por ocho kilómetros, no está mal, aún a sabiendas que la engañan.

UNO

Soy una camiseta blanca de algodón con la estampación en el frente de un cuadro de Paul Gauguin pintado durante su estancia en Tahití. Me encuentro feliz al poder visitar las tierras de mis ancestros, los lugares donde han nacido y crecido tantas y tantas plantas de algodón, el sitio del que han salido las semillas que hicieron que yo existiese, que naciese en San Roque, un pueblo de colonización construido en tiempos de la dictadura franquista, en la provincia de Jaén. Las primeras simientes, mis antecesoras, fueron traídas a occidente probablemente por los fenicios quienes utilizaron el algodón antes que griegos y romanos. Eso fue causa de que Plinio asegurase que la fibra blanca tenía sus orígenes en España. A medida que iba creciendo, el color verde de mi tallo cambiaba paulatinamente a rojo, al tiempo que florecía en amarillos y colorados. Contemplaba a lo lejos los olivos que, dada mi corta estatura, me parecían enormes. Completado el ciclo de mi existencia me había convertido en una borra larga, blanca como la nieve, cuando Marta me arrancó de la planta para meterme en una bolsa con muchos de mis congéneres. Al lado de Marta, también recogiendo algodón, caminaba Fernando. Charlaban, haciendo planes de un futuro juntos.

Fernando, que contaba unos seis años de edad, era el primogénito de los dueños del único comercio que había en el pueblo. Llevaba allí un tiempo cuando llegaron los colonos a ocupar las casas y parcelas que les habían asignado. Una mañana, al llegar a la escuela, su corazón comenzó a latir tan fuerte que se quedó inmóvil y sin aliento. Ante sus ojos estaba la niña más preciosa del mundo, con un pelo rubio como el trigo maduro, una piel de nácar y una pícara sonrisa que le regaló al cruzarse, un instante, sus miradas. - Si la maestra la sentase a mi lado, pensó Fernando, sería el más feliz del planeta.. Marta, coqueta, había notado la impresión que causó en el chaval y también a sus seis años, se sintió atraída nada más verlo. La maestra explicaba el esqueleto humano y sacó a Marta a la pizarra, luego llamó a Fernando para que señalase el lugar del omoplato en el cuerpo de Marta. Casi se desmaya al posar su mano en la espalda de la niña. Siente que el corazón le sube a la garganta, apenas puede respirar y tartamudea algo ininteligible cuando la maestra le pregunta no sabe qué. Al llegar a casa, Fernando, se mira al espejo y se ve feo. Quisiera ser guapo, muy guapo, para gustarle a Marta. Lo que él daría para cambiarse por uno de sus hermanos y poder mirarla, estar cerca de ella continuamente, dormir a su lado en aquella habitación que construyeron en un altillo de la vivienda, parecida a la de la Casa de la Pradera y a la que se accede por una escalera de mano, tosca y artesanal.

AGRA

La estación es un hervidero de gente y al preguntar por la taquilla donde despachen billetes a Agra, un conductor le indica un autobús que está a punto de salir, que va a un lugar en las afueras de Delhi y que allí enlaza con el que va a Agra. No muy convencida, Luisa iba a posarse cuando el autobús arranca y efectivamente, todo el cargamento iba a ese lugar. El vehículo, sin amortiguación, corriendo el riesgo de abrirse la cabeza o troncharse la espina dorsal cada vez que el autobús topa con algún bache, que hay bastantes. Las ventanillas son de corredera. Tiene clase superior, o sea, en el techo, donde viajan unos cuantos. En el interior, cuando se completan los asientos, la gente va acomodándose en cualquier regazo libre. Sobre las rodillas de Luisa pretendía sentarse una viejecita que portaba un manojo de palos y que desistió al ver el enorme bolso sobre el regazo, la mochila bajo los pies y sin un resquicio para colocar nada más. Aparte de las personas, el vehículo hace las veces de camión de carga, lleno de cestos, sacos y bultos varios.

Luisa era la única extranjera del autobús que hizo una parada, a mitad de trayecto, en un área de servicio. Consistía ésta en unas chozas y unos puestos con alimentos. Allí come dos huevos cocidos en el cajón-carro del negociante y compra unas naranjas en el tenderete de al lado. Al llegar a Agra fue la expectación de todo el autobús que va circulando, lentamente, por las calles. En cuanto la vislumbraron los conductores de bici-taxis, siempre al acecho de clientes y a la caza y captura de turistas, empezaron a asomarse a las ventanillas, subidos en el estribo del autobús, gritando, con la idea de ser cada uno el elegido para el transporte. La salida fue espectacular, algo así como si fuese una de las Spice Girls esas, que llegaran a cualquier población occidental; no, !no¡, !!no¡¡, !!!no¡¡¡, exclama y, finalmente, tocó el silbato que llevaba al cuello y que un sobrino, boy scout, le había regalado antes de emprender el viaje, por si necesitaba utilizarlo. Y surtió efecto. Se vio libre, momentáneamente, del acoso. Al salir de la estación se dirigió a un chaval que no le había ofrecido sus servicios de transporte y ahí fue lo tremendo. Por poco le pega uno que, contumaz, seguía a Luisa, gritando que tenía más derechos por haberla visto primero. Todo por veinte rupias, ochenta pesetas, que valía la carrera.

El Taj Mahal está justo enfrente del hotel. Ya estaba cerrado, el monumento, cuando salió a dar un paseo. El acoso de transportistas y vendedores es superior al de Delhi. Quieren vender de todo y en especial mármoles de todos los tamaños y formas, la mayoría con incrustaciones y dibujos como los del Taj.

Usar el retrete oriental no es nada cómodo cuando no se está acostumbrado a permanecer en cuclillas. Desayuna en la terraza del hotel mientras contempla la entrada rojiza del Taj. Describir esto no es fácil. Compararlo con la Alhambra, quizás. Ambos monumentos son únicos, con ciertas semejanzas. El Taj, todo de mármol, con incrustaciones de piedras semipreciosas formando dibujos y motivos florales tallados en relieve. Los golpes en el mármol tuvieron que ser dados con una absoluta precisión para poder conseguir ese resultado. Hay que descalzarse para caminar por el edificio principal. Guardan el calzado en una taquilla, pagando, y ofrecen una especie de trapos para cubrir los pies, que Luisa no acepta. Otro día que vuelva, guardará las sandalias en el bolso.

Los jardines están llenos de ardillas y pájaros. Hace montones de fotos y nota que las manos le tiemblan. Otra gotera más en la vieja, gastada y cansada estructura de su cuerpo, piensa. Debe ser ese tembleque de las manos lo que hace que muchas fotos le salgan movidas.

El acoso continúa. Hasta un guardia, vigilante en el monumento, se acerca a ella cuando descansa, sentada en un banco, y le cuenta no sabe que milonga para finalizar diciéndole que si lleva algún dólar para él en la cartera. Los jardineros, en cuclillas, remueven la tierra con una especie de espátula pequeña.

Merece la pena hacer un viaje a la India sólo para ver el Taj Mahal.

Más de tres horas permanece Luisa en el recinto, paseando, sentada a ratos, contemplando el colorido de los ropajes que llevan los visitantes. Los menos son extranjeros; algunos con pinta de americanos y del norte de Europa. Los más, indios. Mucha chavalería que parecen de colegios, acompañados por profesores. Algún rebaño de Hare-Krisnas, con la cabeza pelada y túnicas naranja. Grupos de budistas, de blanco e igual de rapados. Mogollón de sikhs, con sus turbantes y sus niños, éstos ya con moño y pañuelo en la cabeza. No se cortan el pelo en toda su vida y así, bien ungido, se lo enrollan alrededor de la cabeza con una larga tira de tela formando el característico envoltorio. El colorido de los saris es precioso. Las indias van muy conjuntadas, con un trozo de barriga al aire, algunas luciendo “michelines”, pintadas y enjoyadas.

Al llevar unas cartas a la oficina de correos del Taj, descubre, al salir por otra puerta, una preciosa avenida con árboles, especie de acacias con flores amarillas, mucho césped y otras plantas que no identifica.

Lo malo son los pesados de los vendedores. Los puestos de comida tienen todos incienso quemando. Debe ser para ahuyentar insectos. Pasan dos en sendas bicicletas llevando una larga escalera que sujetan cada uno por un extremo. El de atrás lleva un foco en el portabultos. Al poco rato los encuentra Luisa, en la avenida por la que pasea, colocando el foco con la ayuda de la escalera. La estampa se completa con unos cuantos burros que hacen el transporte, equipados con esterones. Unas mujeres con recipientes de hojalata, llenos de agua, colocados en la cabeza y un carromato cargado de sacos, tirado por un camello. El tiempo estupendo, finales de noviembre, se puede andar en manga corta durante el día, sólo refresca algo de noche. Es de suponer que en verano debe ser un infierno.

Desayuna por quince rupias, sesenta pesetas, dos huevos cocidos, cuatro tostadas, mermelada, café con leche y un plátano; incluía, por el mismo precio, mantequilla y cereales. Por los lugares que pasea habitualmente ya la conocen y no sufre tanto acoso de los vendedores, pero en cuanto toma una dirección nueva, es tremendo. Un día a la semana la entrada al Taj es gratis. Luisa da una vuelta por el recinto a primera hora de la mañana. Sale pronto. Con tanto barullo no encuentra el mismo sosiego. Recoge las fotos que mandó revelar y al pasear se encuentra con otro negocio distinto de los varios que va observando: básculas para pesarse. El dueño del “negocio” plácidamente sentado en el trozo de acera que se supone tendrá acotado. El riego asfáltico lo hacen con un tractor en el que va una cuba y un operario va accionando una palanca para que la mezcla vaya saliendo por una manguera que sostiene otro. Así van cubriendo de asfalto las calles, todo a pie y sin protección alguna.

Por la tarde, Luisa alquila un riskwahs para ir a la oficina de información, que está a ocho kilómetros de distancia del hotel. Pregunta por los trenes a Benarés. Le dan los horarios, un plano de esa ciudad y otro de Agra. El ciclista-conductor había comentado si la esperaba y allí lo tenía para llevarla a la estación de ferrocarril y sacar el billete. En muchos lugares hay colas para mujeres y de no ser así, la costumbre establece que éstas se sitúen en la ventanilla al lado del primero. Luisa así lo hace, pero un tío, que habla italiano, le dice que no, que al final de la cola. Algún problema tuvo el ciudadano en la taquilla que salió de estampida, echando pestes. Para sacar un billete hay que rellenar un formulario. Un británico que esta delante de ella le señala un impreso que está en el suelo, al preguntarle donde se conseguían. Todo esto llevó más de media hora, para cinco personas en la cola. De regreso, con su conductor particular, ve un indicador: Fort Agra - 1,5 Km. Como tenía intención de visitarlo, se lo dice al ciclo-taxista y allá van. Le comenta éste que en una hora aproximadamente puede verlo. Es como una ciudad dentro del fuerte y desde allí, al otro lado del río, se ve el Taj Mahal. En esta fortaleza estuvo encerrado el emperador que mandó construir el precioso mausoleo para enterrar a su mujer. Fue derrocado y encarcelado por uno de sus hijos y allí pasó el resto de sus días contemplando, en la otra orilla, a lo lejos, la tumba de su amada esposa que murió joven al alumbrar al decimocuarto o decimoquinto hijo.

Agra tiene una enorme extensión, con largas y anchas calles, llenas de árboles en ambas orillas, extensas zonas verdes, sin edificios de viviendas, sólo almacenes y tendejones. Luego, aglomeraciones de chabolas con montones de basura que se disputan animales y personas. Hay varias industrias contaminantes que ponen en peligro la maravilla del Taj.

Son las ocho de la mañana. Sentada en la terraza del Honey’s aguarda que le sirvan el desayuno. La actividad es intensa. Las criaturas van al colegio, limpias y relucientes; una vaca se para a la puerta de un restaurante. Sale alguien a darle de comer unas hojas de verdura. Los muchos chiquillos, sucios y harapientos que deambulan por doquier, esos no van al colegio, evidentemente. La tasa de alfabetización no supera el cuarenta por ciento, así que, sin saber hindi, el idioma de esta zona, entenderse con cualquiera no es fácil y son pocos los que saben inglés

Hoy, en el Taj, hay una celebración. El aniversario de la muerte de Shahjahan, el emperador que mandó construir el mausoleo. Murió hace trescientos cuarenta y dos años. Cuentan que pensaba construir una tumba para él, en mármol negro, cerca de la de su mujer. La parte exterior del recinto está llena de gente, acampada y con la apariencia de haber pasado allí la noche. Un grupo de mujeres van vestidas de forma distinta, con la tela del sari pasada entre las piernas y atada a la cintura. Cada paseo es una sorpresa descubriendo a cada momento situaciones y cosas nuevas y distintas, como los recipientes en que sirven la comida en los chiringuitos , de hojas de no se sabe que árbol y así cumplen una doble función, de plato y luego, en los montones de basura que hay por todas partes, sirven de comida a vacas y cerdos. De éstos hay muchos, deduce por tanto que no debe ser zona de musulmanes Varias mujeres llevan en la cabeza cestos llenos de “tortas” de boñiga seca de vaca, usada como combustible; otras acarrean cargas de leña, atada con un harapo; dos hombres en cuclillas, - casi todo se hace de esa manera -, van limpiando la calle con escobas de junquillo, antes de echarle el riego asfáltico. Encuentra al conductor del día anterior y le pregunta si la lleva a la estación el día que se vaya, quedando de acuerdo para que la recoja en el hotel.

La bici es un vehículo muy utilizado. Muchas adolescentes circulan vestidas con su uniforme-sari del colegio, sus libros y carpetas y no se sabe como se las arreglan para que el faldamento no se les enganche en la cadena o los radios de la bici.

Con el papel de periódico hacen bolsas. Todo se recicla. Un chaval se acerca a ofrecerle algo en una cesta, la abre y una cobra se yergue y se inclina hacia ella.

Sentarse en el exterior del Taj es muy entretenido: pasa un pez gordo, va rodeado de unos diez hombres armados y cuatro o cinco desarmados. Entran al recinto principal por la puerta grande, que es la de salida y donde no hay control. A la izquierda, dos hombres acuclillados en la valla de hierro, de unos cuatro centímetros de diámetro, como gallinas en el palo de un gallinero. Luisa intenta varias veces, en la habitación del hotel, colocarse en cuclillas con los pies apoyados planos en su totalidad, tal como lo hacen todos, niños, jóvenes, adultos y ancianos y le es absolutamente imposible.

Los empleados del hotel, o los dueños, no sabe cierto lo que son, duermen fuera, en el patio y también en la terraza, sobre una especie de hamacas tejidas con esparto y tapados con un mugriento edredón. Cada mañana los ve. Sale a poco de amanecido, sobre las siete.

Cansada de decir no y nada en inglés se pasó al español y al responder a los insistentes ofrecimientos de múltiples productos, cachivaches, paseos en transportes variados y demás etcéteras que no se puede ni imaginar, con un rotundo “ no, no quiero”, respondían: no-quie-ro-na-da-ca-ro, lo que evidencia el paso por aquí del habla castellana. Aprendió tres palabras en hindi y esto parece dar mejor resultado.

Cuando viaja, Luisa siempre lleva un cuaderno de dibujo y lápices de colores. Hoy hace un dibujo del Taj que la dejó bastante satisfecha. En el desayuno entabla conversación con unas norteamericanas que le preguntan cuanto tiempo lleva por el país y si sabe de algún alojamiento en Benarés. Muchas familias indias viajan con todas sus pertenencias, el balde de fregar y todo lo que tiene dentro, envuelto en un hatillo, un enrollado de mantas, unas cuantas bolsas y un montón de criaturas, todos felices a visitar el Taj, acampando en el exterior.

Luisa lleva muy mal lo de los escupitajos, no sólo los de betel, sino los genuinos y auténticos que salpican en abundancia las calles. Las consultas médicas son unos chiringuitos como de dos metros cuadrados, con una mesa pequeña y dos banquetas; las farmacias, de iguales dimensiones y todo absolutamente cochambroso. Se siente como un especimen raro y curioso; muchos hombres, con cámara fotográfica, se dirigen a Luisa indicándole el artilugio, piensa que es para que les haga una foto, pero no, es para hacérsela con ella. Le pasan el brazo por el hombro, sonríen, y un amigo, - casi nunca van solos -, da al disparador y felices por retratarse con una extranjera vieja, vestida con pantalón corto y camiseta. Una juerga. A Luisa no le gusta salir en fotos, aparte de ser poco fotogénica. Y ella sin hacer retratos. Haría un montón, es difícil contenerse, pero no puede, le da reparo y un cierto pudor. Algunas las hace cuando están de espaldas.

Ni idea que era domingo. La oficina de correos está cerrada. Sentada en un muro, aquí no hay bancos, no los necesitan, se le acercan a Luisa dos rapacinas a practicar la lección de inglés de la semana; le preguntan el nombre, si tiene padre, madre, hermano, hermana, abuelo y abuela. Ahí se les terminó el repertorio. Para pedirle los anillos y la pulsera del Sahara que llevaba puestas, ya fue por señas. Pasan repartidores de leche de búfala, en bicicletas cargadas con lecheras, se supone que de zinc, aunque su color es oscuro indefinido. Van atadas alrededor de la tapadera con trapos que no conocen el agua desde que fueron fabricados. Llevan también un tanque del mismo material para medir la cantidad que quiera cada comprador. Una familia, con buen aspecto, se sienta en la acera, formando un círculo, para comer.

Lo de que las vacas sean sagradas parece que es porque en una época de sequía y hambre corrían peligro de desaparecer y como las necesitaban para trabajar el campo, alguien con poder las declaró sagradas y a partir de entonces campan a sus anchas por toda la India.

Esta noche llovió. Luisa se enteró al salir y encontrar lodazales en vez de calles. El Taj está cerrado para limpieza general después de haber pasado por allí miles de indios para rendir homenaje al emperador en la celebración del aniversario. El cocinero del hotel prepara el pincho de media mañana y la invita a una fritura de rebozado de verduras con curry y harina de garbanzos que puede que se llame algo así como pakora. Va probando especialidades indias, hoy, espinacas con queso y curry picante. Mukeiss le deja un periódico y se entera que en Delhi hubo un atentado con bomba, resultando varios muertos y heridos. También informa que hay más de setenta mil personas infectadas de sida. Prepara la mochila y consigue meterlo todo y eliminar una bolsa. La actividad del pueblo ya es normal, el Taj está abierto. En el paseo mañanero contempla una pelea entre dos transportistas, frecuentes por lo que va observando. Llega un guardia, le quita el látigo a uno de los contendientes,- el transporte era de tracción animal -, y la emprende a zurriagazos con ambos. Da un último vistazo, desde afuera, al Taj, echa unas cartas y se sienta al sol en el patio del hotel esperando que den las doce, hora en que quedó con el carrociclista para que la lleve a la estación. Espera diez minutos después de la hora convenida y en vista de que no llega, toma uno de los transportes que están en la puerta del hotel. Deja la mochila en consigna y el tiempo que falta hasta la llegada del tren lo dedica a pasear por esa zona y a impregnarse del ambiente que reina en las estaciones de ferrocarril. Único. Gente en los topes de los vagones, un ruido ensordecedor y la algarabía de los vendedores ofreciendo variadas mercancías, sobre todo comida y té. Hay unas japonesas con mascarilla. Tampoco es para tanto. La especie de bufanda que llevan los hombres les sirve para distintas utilidades: de adorno, para protegerse del frío, para procurarse una sombra en el calor del sol, para sujetar algo y, enrollada, para poner en la cabeza y así acarrear los etcéteras mas dispares. Hay pocas personas que usen calcetines. Los más comunes son como las manoplas, con una forma para el dedo gordo, ya que el calzado más usado son las esclavas. Las mujeres llevan anillos en los dedos de los pies y pulseras en los tobillos.

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D O S

Fernando consiguió ponerse al lado de Marta aquella mañana en que, bien peinados y relimpios, tal como la maestra les había dicho el día anterior y todos con la banderita roja y gualda en la mano, esperaban, en el exterior de la escuela la llegada del Caudillo que, en coche oficial, con gran despliegue de policía, guardia civil y séquito, pasó a toda velocidad sin aminorar la marcha ni detenerse, por aquella su obra de no se sabe que Plan de Desarrollo. Mientras esperaban el paso de la comitiva vieron acercarse al pueblo una figura que caminaba con dificultad. Encarna vivía en un cortijo cercano al pueblo. La mitad del terreno lo dedicaban al cultivo del algodón y en el resto crecían olivos, algunos centenarios, con los troncos rugosos y retorcidos. Cada vez que su marido no llegaba a la hora de la cena, que era dos o tres veces por semana, era seguro que aparecía a las tantas, borracho, alguna que otra vez a gatas, incapaz de tenerse en pie. Violento en ocasiones, como la noche anterior, que la obligó a levantarse para servirle la cena, arrancó la puerta de un cuarto y la emprendió a golpes con ella. En la noche de boda ya supo que se había casado con la persona equivocada. Fue desvirgarla, sin más e, inmediatamente, darle la espalda y ponerse a fumar un cigarrillo. Así siempre. Ella creía que cada noche tendrían un rato de conversación para comentar incidencias, proyectos, situaciones, intercambiar ideas, ir conociéndose mejor, pero no fue así. De novios hablaban más. Para él, eso ya no parecía necesario, en el momento que habían firmado el contrato que, más que de matrimonio, era de propiedad. Llegaba Encarna al pueblo, desde su cortijo, a casa de una amiga a curar las heridas del cuerpo. Las del alma las lloraba en silencio, compadeciéndose de si misma. La solución no era fácil. Estaban los niños, que no habían pedido venir a este mundo. Consideraba su obligación mantener un hogar aparentemente estable y feliz, al menos hasta que los hijos se independizasen. Aprendió a controlar, en la medida de lo posible, sus emociones, sus sentimientos, sus dudas, sus miedos, sus odios, sus rencores. No siempre lo conseguía. Una noche, pasados muchos años, intentó comentar una situación cotidiana. La respuesta fue brusca e indiferente. Él continuó fumando y leyendo, dándole la espalda como de costumbre. Encarna sintió un extraño frío por dentro, como si el corazón se le helara. Su carácter cambió. Se hizo dura, agria, a veces cruel e intransigente. Lo de las infidelidades, fue mucho tiempo después de haberlas sufrido, cuando se dio cuenta de los signos tan evidentes pasados por alto en su momento. Ladillas, infecciones e, incluso, algún alma caritativa que se lo dijo sin tapujos, pormenorizando personas y lugares. Y ella con la venda puesta, sin la mínima duda, creyendo en la patraña de “el amor es eterno”. El anillo de casada se lo quitó pronto. En cuanto se dio cuenta que era el primer eslabón de una cadena. Desprenderse del anillo fue un puro simbolismo. Ella continuó atada por esos lazos que impone la sociedad y que, en aquella época, tan difícil era soltarlos. Pronto se acostumbró a pasar por aquellas etapas que dejaban todos sus sentidos hechos añicos sabiendo que, inmediatamente después, aún maltrecha y rota, se tenía que recomponer para afrontar, serena, el próximo latigazo y, sufriendo y sufriendo, alcanzar, en algún punto de su existencia, un estado interior de fuerza y energía.

Marta y Fernando siguen enamorados. Se ven cada día en la escuela, en los recreos y jugando en el parque del pueblo. Cuando está en la casa, Fernando acecha tras los cristales a Marta, cuando sabe que va a pasar con la vaca, que lleva atada por los cuernos. Se siente feliz. Cada vez que la ve no deja de parecerle un regalo de los dioses. Marca cruces en un calendario en número de veces que la ve a lo largo de la jornada. La vaca entra en el patio por la misma y única puerta de la vivienda por la que pasa la familia. Su leche es un aporte importante en la economía de la casa que no cuenta con otros recursos que la parcela entregada con la vivienda y los míseros jornales que el padre gana trabajando de mangurrino en los cortijos de los ricos.

Fernando acaba de cumplir doce años. Idea un código para que nadie se entere del contenido de las notas que se pasan Marta y él cada vez que tienen ocasión. Tras varias combinaciones de números, letras y signos, decide cambiar las vocales por letras del alfabeto que no se usen demasiado y que, si coinciden con otra igual, en la formación de la palabra, pueda saberse con facilidad el significado de ésta:

a = x

e = q

i = k

o = h

u = z

Se lo explica a Marta y escribe el primer mensaje: tq qzkqrh - ¿mq vxs x dxr zn bqsh?. Nh, respondió Marta. Cada día garabateaban mensajes en clave, entusiasmados y felices. El beso, el primer beso, que Fernando pedía cada día, no llegó hasta un tiempo después. Marta, sin experiencia alguna, entendía, sin embargo, que esas cosas no se piden, tienen que surgir de forma espontánea, en circunstancias propicias, acaso después de un roce casual o no tan casual, de las manos, o en medio de una mirada intensa, de esas que, sin hablar, lo dicen todo. Y aún no había llegado ese momento.

B E N A R E S

Ya estamos en Benarés. Voy en la mochila de Luisa, ya a punto de finalizar mis días, llena de zurcidos y costuras para cerrar los agujeros que aparecen después de cada lavado o a la mínima presión. Mientras Luisa, en la sala de espera, aguarda la llegada del tren, entra una mujer que se dirige a ella en inglés y que al comprobar los escasos conocimientos que tiene de esta lengua, comenta que tiene mucho valor al viajar sola por ese país. Al ver el bolso de Cuba que lleva Luisa le pregunta, en un mejor español que su inglés, si conoce la isla caribeña. Ella, norteamericana, estuvo allí dieciséis veces y, según le cuenta, forma parte de una organización que lucha, desde Estados Unidos, para que termine el bloqueo. Ahora va a visitar un hospital en una población a medio camino entre Agra y Varanasi, que así llaman los indios a Benarés. Llegan tres japonesinas jóvenes que aguardan el mismo tren que va a tomar Luisa, así que ésta no las pierde de vista pues le dicen que ya controlarán el andén en que pare el convoy y demás incidencias. Pregunta, enseñando el billete, cual es el vagón que le corresponde y sube al que le indican. Todo son cochambrosas literas. En lo que se supone era la suya, va alguien acostado. Lo despiertan. Ella dice que es igual. Hay otra libre y se coloca allí. Las japonesas le habían preguntado si llevaba manta porque la necesitaría o iba a pasar frío, ¡ y que razón tenían !. Si no está con neumonía doble y parece que no, es que tiene una fortaleza de roble. Se echa como puede en la litera, tapa los pies con una toalla y, de repente, al ponerse el tren en marcha, empieza a entrar aire frío por una rendija, de unos dos dedos de ancha, que hay en la ventanilla, sin que, pese a varios intentos, haya manera de que ajuste. Saca el impermeable para ponerse encima y coloca la mochila tapando un poco la rendija. El frío la traspasa. La mayoría va durmiendo, todos tapados con mantas, roncando a todo trapo. Pese a todo, echa unas cuatro horas de sueño. Al amanecer quería contemplar el panorama, pero no le quedó mas remedio que permanecer echada. La situación se solucionó cuando los indios empezaron a despertar y, donde había tres literas, con una simple manipulación, quedó el espacio convertido en tres amplios asientos. Empezó entonces el desfile de las abluciones, todos con su cepillo de dientes, su peine, incluso uno, que vestía faldamento, pasó con los calzoncillos en la mano. Eructan con gran ruido, tiran pedos sin problema y en cualquier sitio, gargajean, carraspean y escupen continuamente. Luisa contempla por la ventanilla varias horas de India rural, unos recogiendo cosecha, otros preparando el terreno, con arado romano tirado por búfalos, también gradando y sembrando arroz a voleo, supone que para transplantarlo cuando lleguen los monzones y esté todo el terreno inundado. Gente que cuida ganado, pica leña, hace tortas de boñiga que pone a secar al sol, mujeres lavando ropa en cualquier charco, sobre una tabla o piedra, con las piernas metidas en el agua hasta media pantorrilla. Luego extienden la ropa a secar sobre el barro seco. Niños y niñas por todas partes que, evidentemente, no van a la escuela, total, ¿para qué?, si no pueden cambiar de casta.

Al llegar a Benarés consigue evadirse de los pesados de turno que sólo buscan comisión y encuentra alojamiento en el hotel Glory, cerca de la estación. Habitación con baño y ventana, que da a un patio con plantas. Esto último encarece el precio en cincuenta rupias. El cuarto es grande, de tres camas, con retrete oriental y ducha fría, aunque esto no importa demasiado. No le gusta el agua caliente y aquí no hace frío. Después de acomodarse, da un paseo en taxi-bici hasta un Ghat, uno de los muchos lugares donde cada mañana se bañan los hindúes, para purificar su cuerpo y su alma, en las sucias aguas del Ganges. Una cena ligera, una reconfortante ducha y a dormir, que está muy cansada.

Parece ser que el carretillo aún no llegó por estas tierras. La grava para la línea férrea, la tierra, el escombro de cualquier excavación, todo se transporta, en muchas ocasiones, por niños, en cestos de juncos, tejidos artesanales y llenándolos a mano. A veces, el té lo sirven en recipientes de barro sin cocer, que se tiran una vez tomada la infusión. El cumpleaños de Shiva, lo celebran en Benarés, bebiendo batidos de leche y hachís. Una juerga…

En el paseo al Ganges trató Luisa de fijarse en el itinerario, reteniendo algunas referencias: un arco en naranja y amarillo, la estatua de Gandhi, izquierda, izquierda. Después del desayuno, en el restaurante de la estación, a poco de emprender el paseo en dirección al río, con su estupendo sentido de desorientación, ya estaba perdida. Sin muchos problemas, llega a la zona de Ghats, - hay más de cien -,que son las escaleras que bajan hasta el Ganges, donde se purifican los peregrinos. Un espectáculo. Todo lleno de basura. Hay dos ghats crematorios. Impresionante. Llevan al difunto envuelto en ropajes dorados, fucsia y granate, atado sobre unas angarillas hechas con bambú. Los cuatro que lo llevan van salmodiando continuamente. Al llegar al río lo posan unos instantes sobre el agua y, a continuación, lo colocan sobre la pira funeraria. El caso curioso es que no huele a carne quemada. En pocos minutos pasan unos doce difuntos. Uno de ellos debía ser pudiente. Llevaba orquesta y las angarillas estaban totalmente adornadas con flores que cubrían el cadáver en forma semicircular. Otros difuntos llegaban atados en los techos de vehículos todoterreno. A un turista que estaba detenido contemplando el fuego funerario le hicieron señas para que caminase, así que Luisa pasa de largo, lentamente, pudiendo ver entre los leños en llamas una calavera y lo que parecía una tibia. Los restos, no convertidos en cenizas en su totalidad, los arrojan al sagrado río.

Esto es totalmente distinto a Delhi y Agra. Hay menos cazaturistas, las tiendas tienen otro aspecto, un poco más limpias y cuidadas. Para entrar en muchas hay que descalzarse. Las callejuelas de la parte antigua ya son otra historia. Una mujer ata una vaca a su puerta y allí se pone a ordeñar la sagrada leche. Pasan unos niños vestidos en color naranja, con los ojos pintados en negro. Los mosquitos acribillan a Luisa desde que llegó a Varanasi. Al pasar los dedos por la frente nota unas protuberancias que le parecen la cordillera del Himalaya. El picor, por la noche, es insoportable.

Las multinacionales están empeñadas en llevar al progreso a los habitantes de este país. Hay anuncios de frigoríficos, teléfonos móviles, coches, etc., pero su renta per capita es de cuarenta pesetas al día. Hay núcleos donde viven como hace miles de años. La mayoría, aunque cambien en lo exterior, tengan dinero y acceso al llamado progreso de occidente, en su interior y en sus costumbres fundamentales siguen igual. Conviven dos Indias, la tradicional y la moderna, predominando aquella. El sistema de castas, no amparado legalmente, sigue existiendo, muy rígido y continúa siendo el fundamento, la base de la sociedad india. Es el motor que hace funcionar al país. Los intocables, los sin casta, son mayoría y la forma en que son tratados es mucho peor que todo lo que los talibán hacen a las mujeres. Las castas altas no están interesadas en modificar la situación y, aunque se hace algo para mejorar, todo va con lentitud y la educación, que sería imprescindible para el cambio, sigue siendo negada a millones de personas. Con esta situación es difícil, casi imposible, abrir la mentalidad de los más de mil millones de habitantes para que tomen conciencia de la distancia que hay entre el que toma decisiones y todos los que van a sufrir las consecuencias de esas decisiones. La India, como el resto del mundo, es una colonia de Estados Unidos y deben tener su aprobación antes de hacer cualquier cosa.

El recepcionista del hotel sugiere a Luisa que visite Sarnath, lugar en el que Buda, después de llegar a la iluminación, predicó el camino medio al nirvana. Está a diez kilómetros y le pide setecientas rupias por la excursión. Al salir de desayunar ve unos autobuses y al lado los cobradores vociferando: ¡ Sarnath, Sarnath !. Se sube y le da al cobrador un billete de diez rupias, sin tener ni idea de lo que puede costar el viaje. Nada le devuelve. Un indio que masca betel en el asiento de delante le dice que el tío tiene mucho morro, son cuatro rupias el precio del trayecto hasta Sarnath y que le pida la vuelta de las diez rupias. Así lo hace. El del betel se posa, no sin antes reiterar lo de la reclamación. Al segundo intento, el cobrador le da el cambio. Mientras come, en un restaurante, arroz con verduras, chapatis y café, mira, en el libro de hindi algo para decirle al recepcionista en su propio idioma. En cuanto entra por la puerta le suelta que es un timador, que el autobús a Sarnath cuesta ocho rupias ida y vuelta. El tío, vaya jeta, agachó la cabeza sin decir ni palabra. Supone que no intentará engañarla de nuevo. De dos mil ochocientas pesetas que le pedía por la excursión a treinta y dos que costó hay una diferencia considerable.

El encargado del bar ya le saluda sonriente al verla cada mañana. Compra un periódico, seis pesetas, para saber en que día de la semana está y se entera que es sábado. Ayer, de casualidad, encontró la oficina de correos. Con más de un millón de habitantes, sólo hay un despacho que tiene el único buzón y el único lugar para comprar sellos. De camino a echar unas cartas ve una magüeta muriendo, tirada en la calle, tapada con un saco y llena de moscas. Algún caritativo le echa agua por la cabeza. En un rincón otra vaca acaba de parir. La cría, a su lado, acurrucada en el suelo. El transporte escolar es ligeramente mejor que en Delhi. Sigue siendo en bici-carro, pero estos con toldo, como las carretas del oeste en miniatura y asientos a ambos lados. Caben los mismos niños pero van más cómodos.

Al visitar el templo dorado, recubierto con setecientos cincuenta kilos de oro, dedicado al dios Shiva,- aquí hay mogollón de dioses -, se le acerca un chavalín que se ofrece como guía. Cuando Luisa quiere quitarse algún pesado de encima, habla en español y así lo hace con éste. ¡ Ah, española !. Yo tener muchos amigos españoles. No cobrar nada, nada. Yo enseñar templo desde casa. La criatura, que aparenta unos doce años, le guía a una casa justo enfrente del templo,- la calle tiene un metro escaso de ancha -,y desde lo alto contempla el monumento. Naturalmente, en el edificio hay una tienda de sedas, una de inciensos, otra de… que el crío le ofrece y por lo que le darán comisión. Al final le da diez rupias por lo de hablar español.

Desde el hotel Glory al centro hay unos tres kilómetros. Tanto a la ida como a la vuelta la magüetina, ya muerta, permanece en el mismo sitio. Con un sol de justicia, a una hora punta, aunque parece que aquí todas lo son, con el caos circulatorio que existe y, cosa curiosa, funciona , los únicos seres que iban andando eran Luisa y las vacas. En un cruce, un guardia, extrañado, le pregunta si tiene algún problema. No se imagina él que a esta mujer le estimula el ir pendiente de las cagadas de personas, vacas y perros, de los escupitajos, pieles de plátano, sortear vehículos de toda índole, esquivar vacas y además ir fijándose en puntos de referencia para no perderse. En el trayecto de regreso, un difunto reposa en la cuneta. Los que lo llevan a la pira funeraria descansan. Están un poco lejos del Ganges.

T R E S

Fernando era el nombre que ponían al primer varón que nacía en cada rama de la familia, en recuerdo y homenaje a un tío abuelo, encarcelado primero y fusilado después por el tremendo delito de ser republicano. Las cartas que escribió durante su estancia en la cárcel, las guardaba su hermano como reliquias. Se las leía a su nieto Fernando los muchos ratos que éste le hacía compañía, siempre ávido de escuchar los relatos de aquella guerra.

Van pasando los años. Fernando ve correspondido su amor. La tristeza le invade al tener que irse a la ciudad a continuar los estudios. No le agrada la idea de alejarse de Marta. Lo acepta porque está en juego el futuro de su vida.

Esa noche, la noche antes de marchar, está nervioso, duerme mal. Piensa en como le gustaría que fuesen las cosas. Sobre las cinco de la mañana, cuando su madre lo llama, ya estaba despierto. El dinero que le dio le pareció mucho. No es persona de mucho gastar. Dio un beso de despedida a sus hermanos, aún dormidos. Luego a su padre, quién le dijo que escribiese. A la puerta, abrazó a su madre, que se asomó a la ventana y allí estuvo hasta que lo perdió de vista. Las despedidas, por lo general, son tristes. Sentía una congoja que le oprimía el pecho y atenazaba la garganta. Al salir de casa, con la bolsa al hombro y su madre despidiéndole, le empezaron a brotar lágrimas que le duraron hasta llegar a la parada del autobús. Sentía, por dentro, una tristeza difícil de describir y de olvidar. Una sensación muy honda, muy profunda y que experimentaría en cada ocasión que debía partir, aunque no con la intensidad del primer día.

El primer día en la Escuela de Capataces fue duro. Sin conocer a nadie y con la duda de poder afrontar y superar los estudios, eso si, dispuesto a poner todo el interés y voluntad para salir adelante.

Marta trabaja en todo. En casa ayuda a la madre en las tareas de la casa. En la parcela siembra, planta y cuida la hortaliza. Recoge aceituna y algodón. Acompaña a su padre a vender la cosecha. Son muchos en casa y hay que sacar dinero de donde sea.

La familia de Fernando no tiene problemas económicos. Éste trabaja en vacaciones sólo para estar al lado de Marta, recogiendo algodón en la plantación en la que, el marido de Encarna, trabaja como encargado.

Encarna da una vuelta por el campo para ver como va la recolección, ya casi finalizando. En esta mañana todo le parecía distinto. Miraba atentamente personas y cosas, fijándose en los más mínimos detalles. Los olivos, algunos centenarios, con sus troncos retorcidos. Las borras blancas del algodón, ya fuera de la cápsula. Contempla a Marta y a Fernando que caminan juntos. Cazorla. Sierra Mágina. La noche anterior había decidido intentar suicidarse, tomando cincuenta o sesenta pastillas de somnífero que fue acumulando durante un tiempo. La visita inesperada de su hermana hizo que cambiara los planes. Lo dejaría para otra ocasión, sin tardar demasiado. Actuaba de freno a su determinación el temor al fracaso. Que la dosis no fuese suficiente o que la encontrasen con posibilidades de recuperación. La vida, desde hacía mucho tiempo, le parecía una pesada carga. Cada mañana, al despertar, el mismo pensamiento: otro día de condena. La condena de vivir. Tantos años escondiendo, ocultando todas las frustraciones, miedos, miserias, situaciones sin aclarar en su momento, discusiones evitadas, sometimientos, todo un cúmulo de silencios propios y ajenos. Esa personalidad que guardamos, que odiamos, que escondemos y, en un momento determinado, aflora sin control, cruel, iracunda, hiriente, del fondo oscuro en que permanecía silenciosa, agazapada, no desaparecida y que va formando un sedimento, un poso, un fardo cada vez más pesado y duro de sobrellevar. Manifestar todo esto podría acarrear consecuencias no deseadas, así que consideraba mejor que permaneciese en las tinieblas del alma, entre las sombras del espíritu, que se fuese con ella al otro mundo.

Le faltaba poco para cumplir el medio siglo de vida cuando decidió separarse. Fue doloroso y traumático, mas la sensación de libertad superaba esos sentimientos. La soledad no le importaba, pagaba con gusto ese precio por conseguir la independencia. Tenía trabajo en una empresa de limpieza y, con casi todos los hijos independizados, podía dedicarse a las aficiones que no había desarrollado en toda su vida, unas veces por falta de tiempo, mientras los niños eran pequeños acaparando hasta el último segundo y otras, las más, porque el padre de sus hijos se lo prohibía.

Transcurrieron unos años felices. Nuevos amigos, viajes, salidas, reuniones, sin tener que preocuparse por la hora de regreso ni dar explicaciones. Comidas simples, sin prisas, sin horario, cuando tienes hambre. Volver a soñar en rosa, a vestirse de rayos de sol, descansando en la orilla serena de los riachuelos. Escuchar al viento llenar de besos las frondosas cañadas hablando el lenguaje de los abrazos. No hay tiempo para perderlo. Cuánto más dinámica es una vida, más sensación se tiene que ésta se modifica y tal parece que el tiempo pasa más rápido, experimentando un montón de sensaciones con pequeñas cosas que le hacen disfrutar.

Se matricula para estudiar bachiller en los cursos nocturnos, al mismo tiempo que dedica unas horas cada día a prácticas con el ordenador y nociones de informática. Antes de terminar los estudios encuentra trabajo para hacer una sustitución como auxiliar de oficina en la Delegación de Hacienda. Comprobó lo que ya tenía sabido: la independencia la da el trabajo, el estudio y el saber.

Los hijos trabajaban, algunos ya casados. Uno de ellos, Jorge, con diecinueve años, empezó a tontear con una niña de apenas diecisiete. De ese tonteo surgió un embarazo. Sin hablarlo en casa, sin decir una `palabra, comenzó los preparativos de boda con la familia de ella. Encarna no entendía lo que pasaba. No hubo comunicación alguna

con los padres de la niña, una extraña familia, por cierto.

Jorge estuvo tres días sin aparecer por casa. Al llegar, se encontró con la maleta preparada. Encarna, enfadada, indignada y furiosa ante tanto despropósito, lo puso de patitas en la calle. El corazón le da vueltas como un volante loco. La situación la desborda, se ve incapaz de encontrar una solución al problema. Le cuesta llorar, hace ya mucho tiempo que agotó el caudal, así que deja las lágrimas para cosas que, en verdad, son muchísimo más importantes. Vino luego la boda, a la que asistió uno de sus hermanos, enterado del día y hora por un amigo común. Después de la ceremonia, formalizado ya el matrimonio, ambos estuvieron en casa. Encarna le regaló, a la que ya era su nuera, una sortija con una perla. A los pocos días, y sin decir nada, se fueron al extranjero. Pasaron entonces temporadas largas en que no sabía nada de ellos. El pensamiento siempre estaba en él, en el hijo que no estaba, que no escribía. El dolor por su ausencia era intenso. Hubiera deseado aclarar todos los malentendidos que existieron desde el principio de esa relación. No fue posible en mucho tiempo. Cuando parecía que podía establecerse una normalidad, algo ocurría que hacía torcerse las cosas y, en vez de mejorar, empeoraba la situación. Existe, afortunadamente, una poderosa fuerza interior que nos hace sobrellevar el día a día. Lo bueno y lo menos bueno forma parte del mismo conjunto que es la vida.

Las cosas no marchaban bien en el matrimonio y, al cabo de diecisiete años, se separaron. Jorge mantuvo varias relaciones, más o menos intrascendentes, hasta que se enamora perdidamente de una muchacha, separada como él y mucho más joven, acostumbrada a unos lujos y modo de vida de los que no está dispuesta a prescindir. Se convierte prácticamente en su esclavo. Varias veces al día la llama por teléfono, le envía mensajes. Vive totalmente obsesionado en complacerla.

Normalmente Jorge es tranquilo. A veces, estalla en cólera. De pequeño, cuando se enrabietaba, llegaba a salirle espuma por la boca. Encarna lo solucionaba echándole a la cara un vaso de agua fría o poniéndole la cabeza bajo el grifo abierto.

La muchacha entabla relaciones con un rapaz y piensa en dejar a Jorge, al no poder él darle lo que ella ambiciona. Un día, de regreso a casa antes de lo previsto, la encuentra en la cama con su última conquista. Se siente injustamente humillado y engañado por la mujer que le destruye, que le causa tanto dolor.

Desesperado, le envía notas, esperando conmoverla: “Tu me lo has dado todo. He cambiado el rumbo de mi vida muchas veces y, cuando te encontré, fuiste como la luz que estaba buscando y que ahora se me acaba poco a poco. Lo que siento por ti es algo más fuerte que el amor. Es la propia vida. Cuando oía a alguien decir lo que es morirse de pena, ¡ingenuo de mí!, no me lo creía, ya sabes que soy un tanto escéptico, pero ahora se lo que estaban diciendo. Haz lo que creas que debes hacer pero, por favor, no prolongues mi agonía. Es demasiado duro cuando se ama tanto como yo te amo. No puedo estar sin ti. Imagínate que vas volando y de repente te cortan las alas. Yo tengo una ilusión y es volar contigo. Tú eres mis alas y sin alas no se puede volar. Para vivir la vida hay que tenerla. ¿Cómo se puede vivir sin vida ?. Me has hecho el hombre más feliz del mundo. Volaba y volaba y volaba…”

“Puedes tener lo que quieres conmigo. No me meteré en tu vida pero déjame entregarte la mía. Sin ti me muero”.

A Jorge le invade una gran tristeza. Se siente perdedor. Se siente incapaz de liberarse de la pasión que siente. Se siente víctima de las mujeres, en especial de ELLA, que lo había enloquecido hasta el punto de decidir morir por su amor. Cuando, en la vivienda que habían compartido, estaba Jorge preparando su suicidio, inesperadamente apareció ella. Trata de convencerlo. Discuten. Rotundamente le dice que no lo quiere, que su vida en común se terminó para siempre. Jorge se trastorna y surgen todos los rencores que, en lo más profundo de su ser, llevaba acumulando contra las mujeres, su madre, su hija, su ex mujer y todas las que habían pasado por su vida haciéndole daño. El la coge por el cuello. Ella lo araña, en un intento de defenderse de sus poderosas garras en las que se acumula todo el odio, todo el dolor, toda la humillación que está pasando en esos momentos. Cuando deja de moverse y Jorge se da cuenta de la atrocidad y el horror que, en unos instantes de cólera, acaba de cometer, llora sobre su cuerpo, lo besa, lo acaricia, lo contempla, lo limpia suavemente con algodones y hace lo que había previsto llevar a cabo cuando llegó a la casa, a la casa que había dejado unas semanas atrás, cuando la encontró con otro. Se va con ella, para siempre. Es difícil saber, juzgar, decidir quién es el gavilán y quién la paloma.

Encarna siente un dolor indescriptible, tan grande y tan profundo como un océano. La pérdida de un hijo es una terrible experiencia. La peor que un ser humano pueda padecer. Siente una absoluta repulsa hacia el hecho injustificable de matar y morir por amor pero sabe, en su amor de madre que, en el caso de que Jorge hubiera volado, que se hubiese ido solo de este mundo, dedicaría el resto de su vida a destruir a esa mujer, a la mujer que tanto daño, desesperación y dolor había causado a su hijo.

El abuelo de Jorge, allá por el año 1945, escribió unos versos para que, a su muerte, fuesen entregados a sus hijos.

“Mi retrato”

¡No grites!. No seas loco

siéntate con calma un rato

y da la luz a ese foco,

pues quiero que poco a poco

examines mi retrato.

Fue hecho recientemente

y tan natural estoy

que puedes perfectamente

ver, sin quebrantar tu mente,

lo desdichado que soy.

Se ve que estoy demacrado,

que mi gesto es de dolor,

que mi cuerpo está encorvado

y que, en general, mi estado

es triste y desolador.

Aunque profundas y tiernas

un simple reflejo son

esas heridas externas

de otras que padezco internas,

o sea, en el corazón.

A mí nada me divierte,

no tengo apego a la vida,

maldigo mi mala suerte,

voy caminando a la muerte

con la ilusión ya perdida.

De esa muerte prematura

tiene la culpa tu madre,

¡desgraciada criatura!,

que lleva a la sepultura

a un buen marido y buen padre.

Me muero, si, sin querer,

pues quiso la mala suerte

que esa maldita mujer

con su manera de ser

me tenga herido de muerte.

Con ese juego de azar

que llaman el matrimonio

quise mi vida encauzar

y esto no pude alcanzar

porque me asocié al demonio.

Ese yugo y esos lazos

que unieron la sociedad

los verás hechos pedazos

cuando, cruzado de brazos,

me marche… a la eternidad.

Cuando esté en otras mansiones

y hecho pedazos el yugo,

perdono tus oraciones

con tal que tú no perdones

a la que fue mi verdugo.

Y te suplico además

que, si de luto vistiere,

no lo toleres jamás

por ser otra herida más

que esa criminal me infiere.

L.S. Febrero,1945

CALCUTA

Sentada en la cafetería de la estación espera la salida del tren hacia Calcuta, tomando un chai, ese brebaje mezcla de agua, leche, azúcar y té. Presta atención a los altavoces y ya consigue entender casi todo lo que dicen en inglés. El tren llega con tres horas de retraso. La que se organiza para entrar es de locura. Como si todos los habitantes de la ciudad viajasen al mismo tiempo. Luisa no se aclara con los indicadores de los vagones así que se sube en el coche que tiene menos barullo, acomodándose en el primer espacio que encuentra libre. Constata una notable diferencia con las literas del anterior viaje, dos en vez de tres y más amplias. Se duerme pronto. Las noches anteriores había descansado poco por culpa de los mosquitos. A eso de las once de la noche la despierta el revisor. Su billete es de segunda y va en primera. Paga la diferencia y la conduce a otro departamento trayéndole, el mozo del tren, una almohada y una manta. En una estación, entran los vendedores de café y té, así que desayuna cómodamente instalada en la litera. El vagón lleva aire acondicionado y estos viajeros ni gargajean ni eructan. En el compartimiento va un matrimonio mayor y unos jóvenes, ellas vestidas a la occidental. Charlan, por lo que puede entender, sobre estudios. Alguno cursa medicina. El señor mayor intenta conversar con Luisa, preguntándole varias cosas. Para ella es muy difícil hablar inglés. Una pena. Al llegar a Calcuta le da una tarjeta comentando que los visite en Delhi. Es director general de transportes y miembro del consejo ejecutivo de una Universidad .

En la estación otro tira y afloja con los taxistas, siempre con un corrillo de espectadores, alguno opinando sobre el precio de la carrera en trato. Después de despachar a dos, se arregla con el tercero en cincuenta rupias, compartido el vehículo. La deja acomodada en el coche y se va en busca de viajeros. Al momento llega con dos, un norteamericano y una thailandesa. Viven juntos en Thailandia según explicó el mozuelo, que sabe español al haber pasado una temporada, allá por los ochenta, en Guatemala. Llegaban de Nepal. Ya en el centro de la ciudad recorre seis hoteles, todos llenos. En el séptimo había una habitación libre y allí se queda.

Calcuta es un caos de once millones de habitantes, absolutamente polucionado, con un grado de humedad y pestilencia tan alto que se hace intolerable. Con millones de pobres, una mayoría tullidos, leprosos, enfermos de tuberculosis, todos desnutridos, dedicados a la mendicidad. Amanecen cada día, tumbados en un trozo de acera o en cualquier rincón, sólo por el innato instinto de conservación y supervivencia del hombre. Hay mafias que los explotan y obtienen pingües beneficios. También hay establecimientos dedicados a dar de comer arroz a los desheredados, no de la fortuna, mas bien del sistema de castas tan injusto, incapaces los políticos de solucionar el problema. Decía Tagore: "Si las adversidades son grandes, los hombres son más grandes que cualquier adversidad". El aspecto de la ciudad, en la estructura y los edificios, es como el de cualquier población inglesa. Más gente vestida al estilo de occidente y también, muchos más mendigos. Come en un restaurante lujoso, con aire acondicionado y camareros que agobian, continuamente al lado, para servir en cuanto ven el vaso medio vacío. Pollo con verduras y un buen café por trescientas pesetas.

Los negocios de plancha aquí están ligeramente evolucionados. Si en los anteriores lugares usaban planchas con chimenea y brasas en el interior, aquí son de hierro compacto y de calentar sobre el fuego. Varios jóvenes pintores, con sus bártulos en la acera, reproducen edificios. Se encuentra con un alemán que conoció en la estación de Benarés y con la pareja que compartió el taxi. Hay mucha juventud occidental con aspecto de venir a disfrutar de los efectos de la hierba y sus derivados que, parece ser, aquí es buena y barata. Ve, con horror, los primeros riskwhas a tracción humana y, cosa curiosa, ninguna vaca.

En la oficina de turismo toma un autobús para hacer el recorrido de la ciudad. Templos de varios dioses, el barrio donde se filmó “La Ciudad de la Alegría”, el Memorial Victoria, un parque de atracciones cuidado y limpio donde ve las primeras papeleras desde que llegó al país. Gente practicando yoga en un parque. Saris tendidos a secar que cuelgan de los balcones y ventanas como estandartes multicolores. Terrible miseria junto a modernos edificios. Calles trazadas con simetría, parques inmensos y extensas zonas verdes. Calcuta fue construida por los británicos hace unos trescientos años, cuando dominaban el territorio. Mientras Luisa descansa, sentada en un parque, se le acercan unos chavales con ganas de charlar un rato. Uno le pide que le enseñe como se dice “te quiero” y “adios” en español. Lo apuntan y se van felices.

Busca la casa de la Madre Teresa. Primero encuentra la iglesia, demasiado lujosa a su entender. Como todos los templos. Como todos los palacios y mansiones. A los todopoderosos y pudientes no les es suficiente con acciones, con hechos. Han de rodearse de lujos y suntuosidades A poca distancia otra casa, con cola de mujeres en la acera y dos monjas con cara de pocos amigos, a la entrada. Algo muy desagradable, todo el recinto cercado con alambre de espino. Sigue caminando y ve, colocadas en la acera un montón de fotos de la difunta monja. Una niña le señala el callejón donde está la llamada Casa Madre, primera que fundó la religiosa albanesa. Allí, en un local que utilizan de oratorio, está la tumba de la Madre Teresa. En la prensa, división de opiniones acerca de ella. Casi a diario aparecen artículos relativos a su labor. Unos la ensalzan. Otros, muchos, la denigran. Cuentan que acogía a los moribundos a golpe de Biblia. Luisa piensa que la labor de cientos de miles de Madres Teresas o Vicentes Ferrer no solucionarán el problema de la India.

Es cierto que se van produciendo algunos cambios, tan lentos, que son inapreciables. Las castas altas no están interesadas en modificar el sistema tan rígido que, aunque no reconocido legalmente, sigue vigente y es el fundamento de la sociedad india, tremendamente injusta con los intocables.

Un negocio nuevo: escribiente. En el suelo, claro, anotando los mensajes que les dictan. Terminado el escrito lo introducen en un sobre que cierran con varios sellos de lacre. El negocio de las piezas de recambio de automóviles y motos ocupa las aceras de una calle bastante larga. También hacen reparaciones y soldaduras varias.

Una criatura, como de dos años, duerme en la acera, encima de unos trapos, comida por las moscas y sola, sin rastro de la madre o persona adulta que la controle. Dos indios vestidos con el traje habitual, una tela que pasan entre las piernas y la anudan en la cintura, están sentados en la entrada de una tienda, aún cerrada que luce un letrero sobre la puerta, en enormes letras: Original Lewi´s Curiosa estampa, combinando el primer mundo dentro del tercero. La economía salvaje invadiendo terreno. Una muestra, un signo de la globalización imparable. El agua la transportan en odres, latas o envases de plástico, atados con cuerdas a un palo y colgando del hombro. Llevan enormes cargas en la cabeza. Levantar y arrastrar pesos lo hacen todavía con el sistema de la palanca y sobre troncos.

La población de Calcuta, ya excesiva, aumenta cada año con la llegada del monzón. Llegan a refugiarse, y se quedan para siempre, oleadas de emigrantes que huyen de las inundaciones y la muerte que provocan las intensas lluvias que, por otra parte, traen de nuevo la vida a la India con su necesario proceso regenerador.

Después de desayunar una tortilla de queso y un café doble en el Blue Sky Café, da un último paseo por los alrededores y toma un taxi para ir a la estación. Está decidida a trasladarse a cualquier lugar para el que haya billete. La contaminación le resulta insoportable, pese a que en dos días hubo momentos de orbayo que limpiaron un poco la atmósfera. El grado de humedad es elevado y agobiante. Dos horas de cola para conseguir billete a Puri. El individuo de la ventanilla es de una lentitud tremenda. Casi cuando a ella le tocaba el turno, empiezan a discutir. Tres personas le increpan por la tardanza. Calmados los ánimos, en un minuto consigue el billete. Durmiendo en el suelo, en un andén, un hombre con el pelo blanco, la piel como el cuero viejo, marcada de intemperie, completamente desnudo, todo cagado. Sin moverse, hizo sus necesidades en la misma posición. Las moscas, abundantes en todas partes, acuden a él en tropel.

C U A T R O

Apretujada, embutida, empacada en un fardo enorme, pasé varios días en un almacén de Jaén hasta que, en un camión, salí en dirección a Lyon.

Marcos, el conductor del vehículo, me rozó con sus manos al descoserse una parte del envoltorio que me aprisionaba. El hombre, pelo gris, casi blanco, mirada triste, cansada. Su vida no era la que había soñado cuando se casó, joven y enamorado. Pronto llegó el primer niño, luego otro, casi seguido y, al cabo de tres años, una niña que completó la felicidad de la pareja. De repente y sin previo aviso, el naufragio. Después de una discusión por un motivo nimio, - Marcos es violento en la palabra, - su mujer, atemorizada, armándose de un inusitado valor, dice que lo abandona. A su lado es un sin vivir. Le dice que lleva más de un año manteniendo relaciones con otro hombre y, en ese mismo momento, decide irse a vivir con él. Un duro golpe para Marcos. Lo que más le duele es saber del tiempo de engaños y mentiras, del tiempo que su mujer, la madre de sus hijos, lo compartió con otro hombre y él sin sospechar nada.

Trámites de separación, acuerdos sobre visitas y pensión para las criaturas. Encontrar una vivienda. La casa, esa casa adquirida y amueblada con tanta ilusión, de momento se queda para la mujer y los niños.

Su ego de macho se rebela, convencido como está de que es atractivo e irresistible. Empezó entonces a coleccionar mujeres, muchas, cuantas podía llevar al huerto, sin importarle que fuesen gordas o flacas, rubias o morenas, jóvenes o menos jóvenes. El caso era sentirse conquistador, demostrarse a sí mismo que podía conseguir un enorme harén. Cada relación, cada conquista le satisfacía de momento sin hacerle feliz. Siempre llevaría la espina de haber sido engañado y abandonado por la mujer que más quería y en quién había confiado.

Como amante era extraordinario. Sabía complacer a las mujeres.

PURI

El tren llega con tres horas y media de retraso. Luisa ve su nombre en el listado de reservas colocado en uno de los vagones y allí se coloca hasta que unos viajeros le dicen que esa reserva la tienen ellos. A poco llega el revisor que le encuentra acomodo. Desayuna en la litera, una gozada y aún quedan unas dos horas para llegar a Puri.

Después de lo visto, esto le parece el paraíso terrenal. Alojada en el hotel Pink House en la playa. Dentro de dos días quedará libre una habitación frente al mar y hará el cambio. La comida nacional es estupenda. La sirven en una enorme bandeja con cavidades donde van los distintos alimentos: arroz, torta de harina de lentejas, pescado, ensalada de pepino, tomate, cebolla y berenjena, verduras hervidas, limón, guindilla y algunas otras cosas que ni idea de lo que son. Un café con leche doble, todo por ciento dieciseis pesetas.

Descanso total, paseos por la playa, por el pueblo, un zumo en el restaurante del hotel, - un chiringuito de hojas de palma -, contemplando la puesta de sol. Lee en el periódico que Richard Gere anda por Nepal y ¡ella sin ropa de invierno para acercarse hasta allí!.. Será cuestión de hacer un curso sobre budismo. Los anuncian mucho, así como los de yoga.

Puri tiene ciento veinticinco mil habitantes. Pertenece al estado de Orissa, en la Bahía de Bengala. Es uno de los principales lugares de peregrinaje de los hindúes. Está el templo del Señor de los Señores al que pueden acceder los sin casta que tienen prohibida la entrada a la mayoría de templos. Ante este dios no hay diferencias, aunque por razones económicas se supone que pocos serán los pobres que lo visiten. Bastante tienen con sacar alguna rupia o rebuscar entre los montones de basura para sobrevivir.

Por la tarde se le ocurrió a Luisa adentrarse en el barrio de pescadores. En un instante se vio rodeada de criaturas que le cogían la ropa, las manos, tocaban el reloj y la cámara de fotos. Salió de allí a toda prisa. El poblado es de chozas construidas con hojas de palma. Lleno de criaturas, la mayoría desnudas, felices y contentas, sin juguetes, sin televisión y sin todo lo que la sociedad de consumo ofrece a los niños del mundo globalizado para su aburrimiento.

Luisa está pensando en cobrar una tarifa a los que quieren hacerse fotos con ella. Las indias, preciosas, vestidas con sus saris, se colocan a su lado mientras el marido dispara la cámara.

Para el tentempié de media mañana o de media tarde compra, en los puestos callejeros, plátanos, papayas, manzanas, mandarinas, y alguna variedad que no sabe que puede ser.

A lo largo y ancho de la playa proliferan vendedores de collares de nácar y coral. Todo es negociable en el tira y afloja del precio y del regateo. Lo malo es la sensación final de sentir el engaño.

Ya está instalada en el aposento frente al mar. Le costó una larga negociación. La habitación que le había ofrecido el recepcionista no quedó vacía. Los huéspedes que la ocupaban prorrogaron la estancia, gente joven que pasa el tiempo fumando hierba. Aquí la venden, en establecimientos del gobierno, buena y barata.

A la izquierda del hotel está el poblado de pescadores, con cinco mil hombres dedicados a su menester, dos mil quinientas mujeres y unos mil niños.

A las seis de la mañana, amaneciendo, Luisa contempla la salida de las barcas a faenar. Todo un espectáculo. Arrastran las lanchas hasta llegar al agua, saltan dentro y reman mar adentro reflejándose las miles de siluetas en el contraluz de los primeros rayos del sol.

Durante el desayuno charla, en francés, con un irlandés. Le cuenta que hace poco estuvo por San Sebastián y Bilbao. Sugiere a Luisa que visite Gopalpur, un lugar precioso a doscientos kilómetros de Puri.

Un “colgao”, que desayuna al lado, les ofrece tostadas con mermelada que el irlandés acepta.Se acerca al banco a cambiar. Viene a gastar una media de mil doscientas pesetas día, lo que no está nada mal, teniendo en cuenta que siempre come en restaurantes y se aloja en habitaciones con baño. Saca la consecuencia que, en la India, un turista puede vivir perfectamente por quinientas pesetas o menos al día, comiendo en los innumerables puestos callejeros y durmiendo en habitaciones colectivas.

En el interior del estado de Orissa, uno de los más pobres de toda la India, hay varias tribus. Para poder visitar las más alejadas hace falta un permiso oficial.

Pasea en dirección al templo, construido en el lugar donde estuvo escondido un diente de Buda. Hay seis mil personas dedicadas al servicio del recinto.

El deporte que más se practica y les gusta, es el cricket. En cuanto se juntan cuatro chiquillos en cualquier lugar ya están dándole a la pelota con el primer trozo de tabla que encuentran. Juegan también al hockey sobre hierba y en Calcuta y ciudades grandes, al futbol.

Sentada en la terraza contempla el mar que refleja, en la superficie, las últimas claridades del día. Una pareja, alojada en la habitación contigua, enciende unas velas que colocan en la balaustrada. Escuchan música. El ambiente es relajado, la playa una delicia, las puestas de sol de infarto y para completar, Luisa dispone de mosquitera en la habitación.

No es de extrañar que los días discurran veloces. Por la playa pasan con un difunto en la parihuela, sin tapar, con las vestiduras habituales. Los acompañantes cantan y tocan distintos instrumentos musicales. La playa, al atardecer, está llena de pescadores que faenan al copo. Hoy lo único que prendió en sus redes fue una enorme cantidad de medusas. Muchas de las barcas que utilizan son simples troncos de madera atados que, cuando no los usan, los ponen, desatados, a secar en la arena. Los remos son toscos trozos de madera, atados a palos.

El whisky de la petaca se le terminó en Benarés. Luisa merca dos botellines en el único establecimiento del gobierno que vende alcohol en Puri. Producto nacional. Aquí sólo importan petróleo y derivados. El whisky tiene un olor como a desinfectante pero, acostumbrada como ya está al agua yodada que toma habitualmente, no importa gran cosa. Un buche, mezclado con limón y agua, se puede tomar.

Son las diez y media de la mañana y Luisa ya no soporta el calor. Hacia las siete, después de desayunar, salió en dirección oeste, donde está situado el templo, un montón de alojamientos y un mercado inmenso con cosas que no se encuentran en occidente. Se podría cargar un camión con artilugios todos diferentes. El problema es que, al detenerse a mirar cualquier producto ya agobia el vendedor, resaltando sus calidades y cualidades. Es increíble la cantidad de gente que hay en esa zona. La playa está a tope. Hay caballos, camellos y ponys para pasear. Alquiler de bicicletas y también de neumáticos para el baño. Al anochecer, un grupo de gente al borde del agua, salmodiando, sostienen un recipiente en las manos, con algo que arde. Cada uno pasa las manos por encima de la llama y luego por su cabeza. A continuación tiran algo al agua. Supone Luisa que las cenizas de un difunto. Apagan la llama y finaliza el ritual. Hay muchos mendigos leprosos, unos ya sin dedos en manos y pies y otros, asomándoles las llagas entre los trapos con que se envuelven. Piensa que de nada valen las vacunas. Uno llega inmunizado contra la fiebre amarilla pero puede atrapar el dengue, la lepra, el tifus que transmiten los piojos y el otro, lombrices, rabia y un etcétera para el que no existen vacunas. Lo mejor es no pensar en ello.

Pasea Luisa por una zona de playa desierta, con arbolado y vegetación. Lo malo es que le da miedo andar sola por el despoblado. Encuentra un montón de criaturas camino de la escuela con sus uniformes en granate y beige, ellas con faldas, todas enjoyadas y con lazos en el pelo. Todos descalzos. En la playa, una pelea de hombres y otra de toros.

Ya hay carteles anunciando la Navidad y el año nuevo. A Luisa no le gustan las celebraciones por decreto-ley, mucho menos éstas. Piensa que, para librarse del ambiente, será cuestión de desplazarse a pasar unos días con las tribus del interior, si ello fuese posible.

Recorrió varios restaurantes, llegando a la conclusión que el mejor es el del Pink House, donde está alojada. Música desde las siete de la mañana, charleta con los empleados, buen servicio y buena situación sobre la playa.

Luisa no se pone en bañador. Razona que, si ya es un espectáculo para los naturales del país, en pantalón por la rodilla y camiseta, no puede ni imaginar la atracción que puede resultar de corto.

Acabó de leer un libro, “Calor y Polvo” y es la más clara y cierta definición de esta tierra. A poco de ducharse, comienza el sudor y nada más pisar la calle, el polvo.

Haciendo el recorrido de la procesión de las carrozas se encuentra con una manifestación pre-electoral. Van coreando lemas y llevan banderas con una flor. La ceremonia de las carrozas es una de las más importantes de la India, allá por junio o julio cuando sacan del templo las imágenes de los dioses, Jagannath, su hermano y su hermana. Van en carrozas enormes, de dieciséis ruedas de más de dos metros de diámetro cada una, arrastradas por cuatro mil remolcadores profesionales, todos empleados del templo. Los llevan hasta la Casa Jardín, un recinto a poco más de un kilómetro del templo, donde los dioses permanecen una semana de vacaciones y los vuelven a conducir al templo en similar ceremonia y allí quedan recluidos hasta el año siguiente. En la Casa Jardín también está prohibida la entrada a los no hindúes. Hace tiempo, los fieles, se arrojaban bajo las ruedas para morir ante la mirada de los dioses. Ni el vídeo, ni las mejores fotos pueden reflejar lo que es esto. Hay que verlo para hacerse una idea. Si la larga y ancha avenida está ahora a tope, no se puede imaginar como estará durante la semana de la fiesta de la carroza.

Lee en la prensa anuncios matrimoniales. Se ofrecen mozos que especifican edad, estatura, profesión, trabajo, éste si es con carta verde americana, mejor. Solicitan candidatas a esposa con buena dote, horóscopo y carta astral, mejor si son guapas y educadas. La madre del futuro esposo, entrevista y escoge entre las proposiciones, considerando todos los pormenores, especialmente el económico.

Ensalada, bonito a la plancha, café y conversación con una familia de Bangladesh que le cuentan hace poco estuvo por allí la Sofi. Por supuesto, la foto de rigor, ¡ faltaría mas!, con la mujer y la nena. La imagen de Luisa va pasando fronteras.

Sentada en la terraza de la habitación sigue atenta los movimientos de dos pequeñas practicando lo de llevar carga en la cabeza. Llenan unos recipientes con arena, hacen la rodilla con un trapo y se les cae ésta al tratar de colocar el cacharro en la cabeza. Se acerca un crío en su ayuda. La más pequeña prueba sin manos y todo cae al suelo.

En una zona de la playa hay un cartel que pone algo así como Instituto de las Artes con arenas doradas. Varios jóvenes realizan increibles figuras manipulando la arena. Hay gente mayor controlando y tomando notas.

Hoy ruta turística. La primera parada en la playa de Konarc, una enorme extensión de arenas desiertas, con sólo unos chiringuitos de venta de caxigalinas, comida y bebida. Un té cuatro pesetas. Allí paran los autobuses. A tres kilómetros está el pueblo y el templo del dios Sol, en ruinas, protegido por la UNESCO al ser declarado Patrimonio de la Humanidad. El tendero donde Luisa compra un zumo de mango intenta convencerla que esa localidad es mucho mejor que Puri, más tranquilo, con unos once mil habitantes, la playa limpia y mucho más barato. Luego de la visita al templo, sigue la ruta hasta Bhubaneswar, capital de Orissa, con unos cuatrocientos mil habitantes. Allí está el templo Lingaraj que alberga a Tribhuvaneswar, Señor de los Tres Mundos, que tiene un pito la mitad de Siva y la otra mitad de Vishnu. Por lo que Luisa puede constatar, la mayoría de los templos y muchos lugares están dedicados a los penes, limgams, como los denominan.

No tuvo el gusto de conocer a este Señor de los Tres Mundos. La entrada sólo está permitida a los hindúes. A este muchacho lo bañan cada día con una mezcla de agua, leche y hachís. En la misma ciudad otro templo moderno, budista, en memoria de un fulano que cometió atrocidades, meditó y se volvió bueno. Otro lugar, éste dedicado al culto jainista, Udayagira que significa Colina del Amanecer, lleno de cuevas excavadas y esculpidas en las rocas hace más de dos mil años. Enfrente, Kkandagiri, Colina del Atardecer, también con cuevas y un templo más moderno. Con una visita al Jardín Botánico terminó la jornada , por cien rupias, en autobús de lujo, con aire acondicionado, dependiendo de las condiciones en que el aire entraba por las ventanillas abiertas, rotas o mal ajustadas. Los intermitentes o señales son suplidos, por la derecha, la mano del conductor y por la izquierda, un rapaz, un Moya copiloto que va en la puerta, abierta, del vehículo, dando palmadas en la carrocería. Una palmada, vaca a la derecha; dos palmadas, vaca a la izquierda; varias palmadas, ¡ Carlos, por Siva, acelera, que nos embisten!. Un suponer.

Los hoteles y establecimientos de la zona lucen engalanados para celebrar la Nochebuena. En el hotel donde Luisa está alojada anuncian menú especial. Un árbol adornado plantado en la arena, con bancos y mesas alrededor, en un trozo cercado con cañas de bambú.

Pasan con un difunto por la playa. Lo llevan en la angarilla, envuelto en una estera de esparto, asomándole los pies. Va delante una orquesta y detrás tres hombres portando en alto cada uno, una bandeja repleta de frutas diversas.

Una mañana que llegó a desayunar más temprano que de costumbre, aún estaban durmiendo parte de los empleados del hotel. Un chavalín duerme en el sofá que hay en la terraza; un poco más allá, uno está durmiendo en el suelo de cemento, debajo de una mosquitera. En el interior del restaurante, los niños, - trabajan dos pequeños, de unos siete u ocho años -, en el suelo, encima de unos cartones; un chaval, sobre una de las mesas y el recepcionista, en su despacho, en el santo suelo. Enrollan los cartones, los atan con cuerdas, doblan las mantas y comienzan las abluciones en un adosado hecho con paneles tejidos con caña de bambú, que medio oculta, una bomba de agua.

Se sienta a cenar en el único sitio libre de una mesa ocupada por una familia. Después del interrogatorio de rigor, todos se interesan por lo mismo, Luisa les pregunta si un indio, católico o musulmán, puede entrar en los templos hindúes. La respuesta es afirmativa y lógica porque no hay forma de distinguirlos, así que no entiende la prohibición a los extranjeros. Leyó en alguna publicación que, en el templo de Puri, no dejaron entrar a Indira Ghandhi por estar casada con un no hindú. Al irse los comensales, es curioso verlos comer con las manos, se sienta un matrimonio austriaco. Es su tercera visita a la India. Le dicen a Luisa que si los acompaña a misa. Acepta, pensando que acaso fueran protestantes y le parece interesante asistir a un rito diferente. Quedan para las once de la noche. La iglesia resultó ser católica. En el exterior de la misma estaba instalado un Belén. La misa, en inglés, concelebrada por dos sacerdotes, duró unas dos horas, con cantos, música, rezos, y el baile de un espontáneo, un chavalín rubio, de unos tres años, al que su padre pudo atrapar por un brazo y meterlo en la sacristía. Los feligreses, sentados en el suelo, todo alfombrado. Al cura viejo, con aspecto de europeo, se le cayó la llave del sagrario. Tardaron en encontrarla pese a ser varios en buscarla. La austriaca recibió la comunión y adoró al Niño. Al terminar la ceremonia todos se quedan en el exterior del recinto, que cuenta con varias edificaciones y jardines, sin hacer el mínimo ademán de marchar. Salen los curas repartiendo bizcocho partido en trozos. Aparte de los austriacos, estaban unos holandeses. Preguntan los curas por la nacionalidad de cada uno. Al decirles Luisa de donde era, el cura viejo le habla en español. Es polaco y aprendió el idioma en los campos de concentración que compartió con españoles.

En el paseo de la mañana ve un brahman, la casta superior, meando. Lo reconoce porque los de esta casta llevan un cordón dorado colgando que no puede rozar la barriga cuando hacen sus necesidades o se sientan. El brahman colocó el cordón por detrás de la oreja antes de mear. En la calle, claro.

Estaba Luisa tranquilamente, tumbada en la cama, reposando la comida, cuando llega el recepcionista a decirle que el “padre” la espera en la oficina. Era el cura polaco de la noche anterior. Le dijo si le apetecía dar una vuelta por Puri en su carroza. El recepcionista avisó a los austriacos y allá se fueron, éstos, el cura, el chofer y Luisa en un todoterreno de la leprosería. La vivienda del cura, un recinto cerrado, con jardín, palmeras y un enorme aljibe. Invitó a café y bizcocho. El chofer se quedó y el cura condujo el todoterreno hasta la ciudad de los leprosos. En el poblado viven unas seiscientas personas. Se supone que, en un principio, estaría bien. Ahora es una absoluta cochambre. En un trozo de hierba un hombre se cambia los vendajes y los pone a secar al sol. Las camas donde reposan los más graves están cubiertas con plástico para que no calen al colchón las supuraciones. En la cocina se hace comida para unos ochenta que son los que no pueden salir a mendigar por estar totalmente inútiles. A cada momento el cura se detiene para hablar con la gente. Lo abordan para pedirle cosas: una camiseta para un crío, un sari para una abuela, los de la cocina, un recipiente. Luisa piensa en la cantidad de cosas inútiles que tiene en casa, en todo lo que se tira a medio usar y lo bien que le vendría a esta gente. En Puri hay unos doscientos católicos. El todoterreno lo enviaron de Polonia. Con el régimen comunista, cuenta el cura, les mandaban muchas cosas, sobre todo medicinas y ropa. Desde el cambio a la democracia cortaron los envíos. Lleva el hombre cuarenta y siete años en la India y de ellos, veintidós en Puri.

Hoy, excursión al lago Chilka, de agua salada. Alguna que otra isla emerge en su interior. Invernan en el entorno aves migratorias de Siberia, el Golfo Pérsico y otros lugares. En el autobús se sienta al lado de una familia de Bangladesh, matrimonio y tres hijos que, por supuesto, le hacen las preguntas de siempre, si viaja sola, si tiene hijos, de donde es, cuanto tiempo lleva en el país y que lugares visitó. En el barquichuelo que los lleva a dar una vuelta por el lago, con parada en un templo, un joven le cuenta de sus estudios y aficiones. Estudiante de Arte y le gusta la música. Tiene un gramófono de los muy antiguos. Los pocos aparatos modernos que se consiguen son caros para su economía. Colecciona monedas, pero de esto Luisa no se enteró hasta llegar al hotel y consultar el diccionario. Afortunadamente no lució el sol en todo el día y el calor fue más soportable. En las rutas por carretera observa que las señales de tráfico brillan por su ausencia. De vez en cuando, un stop medio difuminado, pintado en la carretera, con algo que, en sus orígenes, fue de color blanco. Luisa va sobrellevando lo de ser un espectáculo para muchos naturales del país. Sobre todo para algunas familias, supone sean del interior que, cargadas con sus enseres, se paran asombradas, primero a contemplar el mar, que seguro ven por primera vez, y luego a mirarla a ella. En Puri está uno de los templos más visitados por los hindúes.

Es curioso verlos bañarse, todos vestidos, ellos con chaleco de lana y bufanda y ellas con sus saris, sayas bajeras incluidas. Luego, sujetan las telas multicolores por los extremos y secan al sol, ondeando como vistosos estandartes.

En la terraza, charla un rato, en francés, con una alemana que reposa y cura un pie con heridas infectadas. Dice en el hotel de limpiarle la habitación. Llegan cuatro. Uno con una especie de escoba, por llamarle de alguna manera, de ramajes atados y sin mango. Da dos escobazos. Otro, con una botella, llena de un líquido blanco con olor a zotal, echa unas salpicaduras por el suelo del baño y concluida la limpieza. Se sientan a charlar en la terraza. Uno es de Sri Lanka y otro de Irak. Entre las preguntas que le formulan está la de si tiene hijos. Opina el de Sri Lanka que, con cinco varones, tiene que ser muy rica, por cuestión de las dotes. En verano, dicen, hay menos turistas. En esa época, los que tienen posibles, se van a la zona montañosa del Himalaya. En Puri, de octubre a febrero es temporada alta, por eso todo es más caro.

No pasa día sin que contemple tal cual pelea. Algunos revolcándose en el suelo a mamporro limpio. La prensa también trae noticias de riñas entre congresistas, llegando a las manos y teniendo que intervenir las fuerzas del orden para separarlos. Están también las peleas endémicas entre hindúes y musulmanes. Que quites esa mezquita, que ahí fue donde Visnú se afeitó el bigote. Un decir. Los musulmanes, ni flores. Entonces, van los hindúes, derriban la mezquita y ya la tienen liada.

Entre la interminable hilera de mendigos que jalonan las calles que conducen al templo, ve a dos que, tendidos sobre una especie de ramajes de alambre de espino, se balancean, al mismo tiempo que gimen, azotándose con otro enrollado de alambrera. Hay también muchos falsos leprosos que, para dar lástima, envuelven las extremidades con trapos sucios, simulando las purulentas secreciones. El mendigar no es que para muchos sea necesario, simplemente es un modo de vida. En los lugares turísticos hay bandas organizadas, con sitios asignados y explotando criaturas. Una rupia o menos es lo que se acostumbra a dar y hay que hacerlo de manera discreta. Caso contrario se corre el riesgo de que, de inmediato, acudan en tropel como si la tierra los escupiese, con las manos extendidas y gritando lamentaciones. No sólo los pobres ejercen la mendicidad. Hay gente que abandona sus negocios y familia y, por preceptos religiosos, recorre el país pidiendo limosna.

Las jornadas son rutinarias. No por eso aburridas. Luisa se levanta temprano. Más o menos a las siete va a desayunar. Pasea por la playa, contemplando el esfuerzo de unos treinta pescadores tirando de la red para sacar escasos cinco kilos de pescado aprovechable. En la arena, una enorme tortuga muerta. Toma un refrescante coco en uno de los muchos puestos de venta que hay por toda la playa. A la fruta, aún en su envoltura verde, le dan unos cortes y, con una paja, sorbe el líquido. Luego, lo abren a la mitad, desprenden la pulpa, jugosa y tierna, que va comiendo mientras camina hacia correos, hacia el mercado o en dirección al hotel. Hace la colada. La ropa seca en un cuarto de hora. Escribe o lee un rato, a la sombra, mientras llega la hora de comer y luego, tumbada en la cama, contempla el mar a través de la ventana. Deja que pasen las horas de calor dándole vueltas al diccionario de inglés. Ya, al atardecer, que refresca un poco, paseos por la playa o el pueblo. Cena, ducha, un rato de lectura y a dormir.

Los casi nueve mil habitantes del poblado de pescadores cagan todos en la playa. Al atardecer, los olores, si uno se acerca por allí, son intensos. El paseo es entretenido, viendo a las mujeres destripar y despellejar cazones y otros pescados y a los hombres faenar con sus aperos, pero no se puede levantar la vista del suelo ni un segundo a riesgo de pisar blando y perfumado.

Hoy, que amaneció nublado, cambió el coco de media mañana por un café y un masala, especie de torta crujiente de harina de lentejas, rellena de un cocimiento de verduras al curry, degustado en un pequeño restaurante situado casi al borde del agua. En la playa aún hay restos de la celebración de fin de año. Chavalería que continúa la juerga con música a todo volumen saliendo de enormes aparatos. Estos días hay mucha policía, en la playa, en los cruces de las calles y patrullando por el pueblo. Parece ser que había habido muchos robos, sobre todo en la playa, de cámaras fotográficas, videos y carteras. Hay también trileros, pero a éstos no parece que la policía les prohiba la actividad, así como a los pescadores que esquilman las aguas sacando morralla de apenas tres o cuatro centímetros.

En la prensa sólo comentan de España acerca de futbol. Un castigo. Lo de Ronaldo Luis Nazario de Lima ya es una constante. Lo describen como cuerpo de mastín, mirada de cordero y dientes de conejo y dicen que la afición española clama por su regreso. Para colmo, hoy aparece Julio Iglesias, fotografía incluida.

Luisa se acerca a la estación en busca de billete para Madrás. Tenía la intención de marchar el día siete pero no hay plaza hasta el dieciséis, así que lo sacó para ese día. El tren sale de Bhubaneswar, a las seis y media de la mañana, por lo que tendrá que ir el día antes. Lo cierto es que en Puri está de maravilla, pero quiere conocer otros lugares. El tiempo pasa veloz, casi sin darse cuenta.

Los perros, al igual que las vacas, viven en la calle, sarnosos, tiñosos y con grandes camadas, chupando mientras dura la leche, para luego disputarse la comida con los demás seres que pululan por doquier. A no tardar mucho tendrán que cambiar algunas cosas en este país, por ejemplo, las basuras. Los montones de materia orgánica sirven de alimento a vacas, perros, cabras, billones de insectos y seres vivos de múltiples especies. Lo que resta, usado como abono. Llegan los plásticos y estos ya, ni la vaca más hambrienta los traga y no se descomponen. Van formando una orla asquerosa por todas partes. Un poco de viento que sople los hace volar del montón de basura en que estaban depositados. Los envases de agua mineral son de p.v.c., material prohibido en Occidente. Aquí, una vez vacíos, son muy solicitados. Los empleados de hoteles y restaurantes negocian con ellos. Las criaturas del poblado de pescadores deambulan por los alrededores de los establecimientos pidiendo botellas. Es de suponer que, los avances tecnológicos, harán que pronto tengan que inventar otra reencarnación de Brahma, tal como hicieron cuando apareció Buda, esta vez acorde con internet, los plásticos y la coca-cola, entre otras cosas.

Lo del trabajo voluntario que Luisa tenía en mente, antes de visitar la India, ahora ni se le pasa por la imaginación. Mucho menos después de haber visitado el poblado de los leprosos. Ni física ni anímicamente podría resistirlo. No soporta mirar a los mendigos, con sus tremendas deformidades, llagas y miserias. Por otra parte piensa que, lo que hace falta son medios y profesionales procurados por el gobierno, no el trabajo de voluntarios que, por mucho interés que pongan, lo único que hacen es interferir en lo ya organizado de alguna manera. El problema, no para los hindúes, y visto de manera objetiva, es la religión. Si viven así desde hace cuatro mil años y están conformes con su división en castas y sus reencarnaciones, no entiende Luisa porqué hay personas empeñadas en cambiarlo.

En la prensa pueden leerse críticas al trabajo de las criaturas, la mayoría, explotadas y pagadas con dos escasas comidas diarias. Otros muchos mendigando, robando y todos, con el cielo por techo.

Abundan las noticias y comentarios acerca de las elecciones a celebrar en febrero o marzo, sobre todo después de que Sonia, una italiana, viuda del hijo de Indira Gandhi, decidiese presentarse, encabezando una lista electoral. Aún colea un escándalo sobre unas comisiones recibidas por ella, gobernando su marido, por cuestión de unos cañones que los suecos, tan neutrales ellos en la teoría, les vendieron a los indios.

Luisa compartió el baño, varios días, con dos lagartijas. Consiguió matar una y la otra desapareció después de atizarle un jarrazo

Después de varias jornadas en busca de sobres los encuentra esta mañana. Sin goma. Pregunta al chaval como se arregla y éste le indica un chiringuito al otro lado de la calle. Compra pegamento y un bizcocho. No sabe como anda de peso. La poca ropa que lleva en la mochila, y aún le sobra, es toda de goma en la cintura y así es difícil apreciar si la tripa aumenta o disminuye. A cierta edad, la grasa parece enquistarse. Come mucho pero suda bastante y camina varios kilómetros cada jornada.

Sentada en la playa, vestida con pantalón y camiseta, como siempre, la miran de reojo unas jóvenes que se acercan, dan la vuelta, hasta que se juntan con otras tres, ya mayores, y todas, se atrevieron a mirarla detenidamente. Luisa les dijo que era exactamente igual a ellas, con piernas, tetas y culo, sólo que sin sari y saya bajera.

Hay kilómetros de playa y, para bañarse, se agolpan especialmente frente a los alojamientos cercanos al templo, justo donde desemboca un arroyuelo de aguas fecales, negras, malolientes y asquerosas que Luisa bordea cada día al dar los paseos. Otras veces da la vuelta desde allí para no pisar la basura.

Descubre que, en ese enorme país con quince idiomas oficiales distintos, para entenderse las gentes de las diferentes regiones, utilizan el indglish, una especie de arreglo entre lenguas tal como en U.S.A., en las comunidades con muchos latinos se comunican en spanglish. Comprende ahora el por qué a muchos no les entiende ni una sola palabra de lo que dicen y con otros pocos no tiene problema. Si las gentes de habla inglesa tienen dificultades, ella las tiene todas.

Los vecinos de habitación de estos días, aparte de los “colgaos” de turno, son un matrimonio con dos criaturas, Prerana y Dhiman. Anda escondiéndose de la rapacina que, en cuanto la ve, se pone a recitar, cantar o bailar y le regala conchas. La mujer es oftalmóloga, doctora Nilakohi. El marido, ingeniero. Viven en la frontera con China.

Siente que ya forma parte de Puri. Lleva casi un mes de estancia. Por la mañana, un conductor de bici-taxi, le dice: ¿rickswhas señora?, no, como cada día, pasear y pasear. Al regresar al hotel, el dueño del minúsculo chiringuito en que tomó té las tres o cuatro veces que el restaurante aún estaba cerrado, le dice que ya hace días la echa en falta a beber el chai mañanero.

Le llama la atención el autoritarismo despótico con el que muchos pudientes se dirigen a quienes ofrecen sus servicios en transportes, hoteles y otros establecimientos. Mucho peregrinaje y golpes de pecho, pero las castas son las castas y ahí están. Una mayoría no come alimentos preparados por intocables para no contaminarse con un descastado. Puede que alguno de los que acoge y ayuda Vicente Ferrer y su fundación llegue a tener estudios superiores y una profesión igual que el de otra casta. Puede que se reúnan en casa de éste y puede que coman o beban algo. En cuanto se vaya el intocable, por muy médico, ingeniero o carpintero que sea, tirarán los utensilios que tocó y purificarán las estancias con sahumerios.

En la playa, esta mañana, había muchísima gente y, por consiguiente, muchísimas cagadas, así que Luisa camina por el pueblo. Encuentra calles cortadas al tráfico. Delante del templo de Ramakrishna, carrozas y mogollón de personal. Un poco más allá una procesión con músicos y danzantes interpretando una especie de corri-corri. Las imágenes de los dioses, tocinetes, con bigote y gafas. Un espectáculo curioso.

La comida del día, patatas fritas con huevos y natillas con frutas, estuvo amenizada por un melenas que, en un rincón, cantaba acompañándose con una guitarra y por una vieja, gorda y rubia, norte-europea que, algún problema tuvo con el menú y no cejaba de llamar estúpidos a los encargados del restaurante mientras éstos atendían sus reclamaciones.

En el banco, tenía el pasaporte sobre el mostrador y un joven que estaba a su lado empezó a hablarle en español. De nacionalidad francesa, con padre de Pola de Gordón se dedica a la fotografía. Vende reportajes y fotos a revistas y libros. Lleva en la India siete años. Comenta lo difícil que es dejar de hacer fotos en esta tierra. Cierto. Luisa ya optó por no llevar la cámara cuando sale del hotel.

En el banco le rechazaron un billete de cinco libras. Lo miraron y remiraron sin aceptarlo para cambiar.

Desayunaba cuando atravesó por medio de la terraza del restaurante una ternera. Un camarero le pregunta si en su país las comen. Al contestarle afirmativamente, la miró horrorizado, como si hubiese cometido un terrible sacrilegio. Ellos comen búfalo.

Un pescador que, cada vez que la ve, quiere venderle algo, la invita a su casa para que conozca a sus niños. Interesada por ver una vivienda por dentro, se encuentra, no con una choza, como todas las del poblado, sino con una construcción de ladrillos y cemento en obras de ampliación, con luz eléctrica y un enorme equipo musical funcionando a toda pastilla. Evidentemente el hombre es rico y Luisa se quedó con las ganas de visitar un interior, aunque, en los pocos metros cuadrados de que disponen poco más que unas mantas o trapos para taparse y una cacerola para cocinar pueden tener.

Son las ocho de la mañana. El tren tenía la salida a las seis treinta y Luisa aún está en el pueblo del dios al que bañan cada día con leche y hachís. Tiene para rato. El tren con destino a Madrás llegará con más de cinco horas de retraso.

CINCO

Ayer fue mi último día de vida como camiseta. Después de lavarme, Luisa me tendió en la terraza, frente al mar. Ya seca, me partió en trozos que metió en la mochila. Con uno de ellos limpió los zapatos y las sandalias. De la papelera donde me arrojó pasé a un montón de basura a la espera de pudrirme, servir de abono y quizás fertilizar alguna planta de algodón, mi descendiente. Sería como una reencarnación.

Había llegado a Lyon como borra. Borra blanca apelotonada en fardos hechos con tela de saco. En la fábrica de hilaturas, María me cogió en sus manos para colocarme en la máquina que realiza el retorcido, cardado, estirado, peinado y devanado. Luego me pasan al telar y, a continuación, a la tricotosa

Tiene esta criatura, María, unos preciosos ojos color avellana, de mirar dulce y profundo. Pelo claro y rizado que peina en melena. No es muy alta. Si proporcionada en su constitución. Contaba diez años cuando su padrastro empezó a hacerle caricias extrañas. La primera vez fue al acercarse María a colocar unos cubiertos en el armario situado al lado del sillón en que él estaba sentado. Quedó paralizada al sentir su mano subirle por la pierna. No pudo articular palabra. Era una caricia distinta al beso habitual en la mejilla. Déjame acariciarte un poco, no te muevas,- dijo. Se escapó como pudo. Entró en su cuarto, de noche, cuando estaba acostada. Pasó las manos por su cuerpo, deteniéndose especialmente en los pechos que empezaban a apuntar como capullos de rosa. Volvió la cabeza bruscamente al sentir aliento a vino sobre su boca. Gritó y él le tapó la boca con la mano, ahogando el gemido. Dormía desasosegada, siempre temiendo sentir sobre su cuerpo las manos frías y sarmentosas de su padrastro. La angustia la tenía en continua tensión. No puede más. Se lo cuenta a su madre. Esta le dice que es ella quién lo provoca. ¡ Con diez años!. A partir de entonces empezó a reñir, a pegarle sin motivo o por la cosa más nimia, mientras su padrastro continuabas impune, intentando tocamientos en las ocasiones que podía hacerlo sin testigos.

Con trece años era una niña tímida, introvertida, huraña y temerosa. Uno de sus hermanos, en mitad de la noche, se mete en su cama e intenta violarla. Su aguante había llegado al límite. Prepara el hatillo y se va de casa.

MADRAS

Luisa ya está instalada en el hotel Paradise, en una habitación individual con baño, absolutamente impoluta, por ciento cincuenta rupias diarias, después de haber recorrido unos cuantos alojamientos, todos llenos. También después de la consiguiente discusión con el moto-taxista. Lo ajustó en veinte rupias y luego quería cien. En un establecimiento contiguo al Paradise había una habitación libre. Un cuarto terrible, en una especie de altillo, con empinadas escaleras para acceder al mismo. Baño comunal en el patio y todo por el mismo precio.

Madrás tiene cinco millones y medio de habitantes. Chenai es como lo denominan en la India. Sale a dar una vuelta y lo que observa le parece distinto, más occidentalizado. Aunque hay vacas, montones de basuras y gente viviendo en la calle, no parece tan paupérrimo como en otras ciudades. La playa, inmensa y sucia. Hay barcas parecidas a las de Puri, troncos atados. Las familias que viven en las aceras son más pudientes, con radio-casettes funcionando a toda pastilla, armarios donde guardan la vasa y tendederos para la ropa. Las mujeres llevan flores en el pelo. Hay por las calles muchos puestos donde las tejen en guirnaldas de distintos colores. Los hombres, mayoría, visten de blanco. Hay pocos ciclo-taxis y las moto-taxis están bien conservadas y llevan taxímetro incorporado, aunque de poco sirven. El conductor que Luisa contrató, desconectó el artilugio apenas empezó la carrera. Localizó la oficina de turismo. Por la tarde lo intentará con correos. El calor es tremendo.

Visita la basílica de Santo Tomás. El apóstol llegó a predicar en Kerala. Se trasladó a Madrás y a poco de su llegada, lo martirizaron hasta la muerte. Está enterrado en la basílica. Cerca hay un precioso y multicolor templo hindú.

En el paseo de la tarde se encuentra una manifestación con música y petardos. La primera impresión fue: gente de la Cuenca. Asturias queda un poco lejos de la India. Era un entierro. Al difunto lo llevaban envuelto en ropajes azules, colocado en un carretillo baldaquinado y adornado con flores que también iban tirando junto con pétalos, delante del carruaje. Para los hindúes es una alegría morir. Se van a reencarnar inmediatamente hasta conseguir el nirvana. Los que si lo alcanzan, sin reencarnaciones, son los que mueren en Benarés, ciudad sagrada.

¿ La comida?. Pide el plato típico del lugar y le sirven, en una bandeja, doce cosas distintas de las que sólo identifica cuatro: el papadam, torta de harina de lentejas; el chapati, torta de harina de trigo, el arroz y la cuajada. Los restantes alimentos, servidos independientes en cazuelas de metal, no tiene idea de lo que son. Cada poco pasa un camarero con arroz y las otras viandas. Va sirviendo cuanto quieras y puedas comer. En los paseos toma zumo de caña de azúcar, mango, piña, cocos y sandía. Prueba unos plátanos de piel rosada, algo delicioso. En Puri, al comprar naranjas, decían: riquísimas, de Madrás. Pensó que, en origen, serían más baratas, y no, están más caras que en Puri. Merca uvas y piña con la esperanza de que no le entren las hormigas como en el Pink House que no podía tener nada de comida en la habitación.

Caminar por el paseo marítimo es una gozada. Indios panzones hacen ejercicios gimnásticos y corren en pantalón corto. Dos mozas practican marcha vestidas con sari y zapatillas deportivas El mar. Jardines. En éstos, algunas personas extendiendo, sobre el césped, ropas a secar..

Le apetecería ir a Pondicherry, un enclave francés donde, separadas por un canal, estaban la Villa Blanca, barrio habitado por los franceses y la Villa Negra, lugar para los naturales del país. Mucho blablabla sobre egalité, fraternité y liberté. En la teoría. No hay ferrocarril para viajar hasta allí. El único autobús a Pondicherry sale a las cuatro de la mañana. Camina hasta la terminal para echar un vistazo. Definitivamente no va a ir. Le apetece poco andar de trasnoche por ese lugar, en las afueras y bastante despoblado. Prefiere viajar de día o de noche si es en tren. Puede haber problemas igual pero le da más confianza.

En el último viaje le cambió la litera a una señorina vieja y enferma, a petición de uno de los hijos. Al preguntarles si venían de los templos, como la mayoría de los indios, dicen que no. Son católicos. Venían de recoger a su madre que había estado en un balneario. Los hijos la atendían continuamente, dándole la comida y los medicamentos que la nuera preparaba. Ellos la llevan al retrete. La nuera se limita a darles el tanque para lavar las abajeras. Los hijos varones, en este país, suponen, para la mayoría, el seguro de vejez y plan de pensiones.

La ciudad está llena de gente: Autobuses a tope, llenos hasta en la clase superior, o sea, el techo. Llevan banderas y pancartas. Busca un periódico por si trae alguna noticia del motivo de tanto gentío, pero están agotados. Al día siguiente, temprano, compra la prensa y se entera. La protesta es por un banco, creado en cooperativa. Ahora lo controla el gobierno y no quiere darles la parte que les corresponde a los fundadores. La manifestación terminó con unos cien detenidos y varios heridos, entre ellos diez policías. Comentan que parecía la guerra, con coches y autobuses volcados y a pedrada limpia. Hubo un momento en que hicieron un bocadillo con los policías. No podían circular las ambulancias ni los coches de primeros auxilios.

Se acuerda de Juanín, el pintor, al ver la enorme cantidad de plátanos que aquí hay y tan baratos, cuando ve a la gente dormir tirada en cualquier lugar y cuando lee que, una tola, unos doce gramos de hachís, vale cuarenta rupias. Aquí, el chiquillo, se lo pasaría genial.

En Madrás hay bastantes musulmanes, suníes y chiíes. Las mujeres no se sabe como pueden aguantar el calor ni ver por donde van, tapadas completamente con los burkas negros .

Va a la estación a sacar billete hacia Cochín. No había plaza hasta el día veintisiete. Una semana más en Madrás le parece estupendo.

Por tres rupias, pasa la tarde en el museo. La prensa comenta la visita del Papa a Cuba y la de Chirac por la India, con motivo del quincuagésimo aniversario de la Independencia. Tiene la intención, dicen, de venderles energía nuclear, saltándose a la torera cuantas normas hay establecidas al respecto.

A las cinco y cuarto de la mañana sale del hotel para ir de excursión a Kanchipuram, a setenta kilómetros de Madrás, a visitar los templos dedicados a Shiva y a Vishnu. En alguno se puede entrar. No en todas las dependencias, reservada alguna sólo para hindúes. Hay un templo con un estanque para peces sagrados y un árbol de mangos con más de mil años de antigüedad. Kanchipuram es una de las siete ciudades sagradas de la India y el mayor centro del culto hindú. Continúa el viaje a Mamallapuram, con preciosos santuarios labrados en granito. Un templo en la playa, orientado de modo y manera que, los primeros rayos del sol naciente, cayeran sobre el pito de Shiva. Con una visita a una granja de cocodrilos y a un parque de atracciones a la vera del mar, terminó el día, por ciento ochenta rupias, con desayuno, comida y entrada a la granja, incluidos en el precio. No así las tres o las cinco rupias que había que pagar para poder hacer fotos, aparte de la propina al servidor del templo, que va indicando las figuras de Kama-Sutra para retratar. A la puerta de uno de los templos hay un enorme elefante, pintado y ornado. Extiende la trompa para que depositen, en su extremo, monedas o billetes, la pasa sobre la cabeza del donante y lo entrega al cuidador que, inmediatamente, lo traslada a su bolsillo.

Esta mañana se afanaban en sacar brillo a la calva de la estatua de Gandhi, aparte de colocar toldos multicolores, gradas y un montón de preparativos en el entorno, para la celebración del aniversario de la Independencia de los británicos.

El sur es completamente diferente al norte. Más cuidado y limpio. A veces hasta se olvida que está en la India cuando ve los pueblos con las casas pintadas y preciosos chalets en verdes y frondosos jardines.

Están en tarea de siembra del arroz. Utilizan, para trabajar la tierra, el arado romano, tirado por animales, con frecuencia por búfalos.

El menú de hoy, thali, tenía catorce cosas distintas. Las habituales, con el añadido de un dulce y un plátano. A los naturales del país les sirven la comida sobre hojas de plátano. A los extranjeros, en bandeja, con la hoja de plátano de mantel.

El `periódico de hoy trae media página sobre Carlos Saura y su película Pajarico. Anda por Nueva Delhi. Comenta el reportero que es una pena el que su inglés no sea fluido y necesite un intérprete. De Chirac dicen que, aunque habla muy bien inglés, prefirió dirigirse a la audiencia en francés.

Asiste un rato al desfile conmemorativo de la independencia. De los aviones que evolucionan sobre la zona se desprenden pétalos de flores multicolores. Demasiado calor y demasiada gente. Luisa no puede llegar hasta la estatua de Gandhi. Las policías y soldadas lucen feas sin el sari multicolor. Aparecen culibajas, pequeñas, con las piernas torcidas y con incipiente barriga o chepa, cosas estas que, con su tradicional vestimenta, se les disimula al completo.

Lee en el periódico que un cincuenta y tres por ciento de la población vive por debajo del índice de pobreza, con menos de un dólar al día y no en términos de cambio, si en paridad de poder adquisitivo. Sólo un veintinueve por ciento tiene acceso a la sanidad.

De nuevo está Luisa en la estación. De momento no figura en el tablón el anuncio de retraso alguno en el tren que la llevará hasta Cochín, estado de Kerala. Las salas de espera de las estaciones son la vida misma. Allí se lavan, afeitan, acicalan, se duchan con la ayuda de un jarrillo, hacen la colada y tienden la ropa a secar, comen y duermen. En la sala de espera de mujeres hay una suegra y tres nueras. Cada una de éstas con una criatura y una de ellas, en espera de otra. Cada poco, entra uno de los hijos, o dos. Le entregan a la madre comida, bebida y golosinas. Ésta se encarga de repartirlo a las nueras, que a su vez lo distribuyen a sus respectivas criaturas. Está comprobado que, en la India, es un seguro tener hijos varones. Cuando conciertan un matrimonio, si los padres de la moza se retrasan en el pago de la dote, algunos lo negocian en plazos, le hacen la vida tan imposible que acaba por suicidarse. Ocurre, a veces, que los suegros se encargan de quemarla, simulando un accidente. Miles de mujeres al año mueren de esa manera. Los ingleses, durante su ocupación, prohibieron el que las viudas se arrojasen vivas a la pira funeraria en que se consumía el marido. La última en sacrificarse lo hizo por el año veintitrés. La afición al fuego la siguen teniendo.

SEIS

María, al marchar de casa, sólo tiene dinero para el autobús y unos bocadillos. Lo más fácil, para sobrevivir, es dedicarse a la prostitución. Cuatro años lleva en el oficio. Muchas veces tiene que recurrir al alcohol para poder soportar a algunos clientes, asquerosos, sucios, con aliento pestilente. Los casados quieren cosas que la santa esposa les niega. Otros exigen ver cumplidas sus fantasías. Y como pagan, se creen con derecho a todo. Conoce a Emilio. Con él se va a vivir a un lugar perdido en la Alpujarra. Agua cristalina para beber. Le viene de perlas, ya estaba medio alcoholizada. Comen arroz integral, que compran por sacos, y vegetales. Lava la ropa en un regato y la tiende a secar en los arbustos. Hacen pendientes, pulseras, collares y cerámica que venden en los mercadillos de los pueblos cercanos. Pasan unos años agradables. Los negocios les van bien. Abren un establecimiento en Salinera, villa con muchos turistas. Compran una casa y piensan en tener hijos. No llegan, por mucho que lo intentan. María se somete a un duro tratamiento de fertilidad. Al cabo de un tiempo queda preñada. Se siente feliz. Cuidará de su criatura. Le dará todo el cariño que a ella le faltó durante su niñez. Lleva cinco meses de embarazo. En la última ecografía le ven tres niños. Muy bien. De repente, dolores, sangre, ingreso en el hospital y nacen tres fetos, alguno vivo. No los ve, siente en su piel el roce de unas piernecitas, de unas manos, moviéndose al salir a la luz con un hálito de vida. El mundo se le viene encima. La relación con Emilio va enfriándose sin una razón aparente. Conoce a Lisardo, un vividor rebotado en todas las esquinas de la vida, drogata y estafador; duerme en la playa y mendiga para comer y fumar. Cuenta una milonga, con buena labia, sobre una herencia que tiene pendiente de resolución en los tribunales. María se enamora de él loca y desesperadamente. Él dilapida en medio instante la parte del negocio que ella liquidó con Emilio. Con frecuencia, María lleva gafas de sol para ocultar las señales de los golpes que Lisardo le atiza. Por si fuera poco, no quiere hacer el amor. Se la casca frente a la pantalla, contemplando películas porno, mientras ella lo desea con toda la vitalidad de su cuerpo joven. Lisardo la abandona. Ella necesitaba dar y recibir cariño, un poco de atención, compañía. Era incapaz de romper la relación pese a los sinsabores que le acarreaba. Decide viajar a Francia. Allí encuentra trabajo en una fábrica de hilaturas de Lyon.

KERALA

Acunada por el traqueteo del tren va Luisa, tumbada en la litera, camino de Kerala, primer estado marxista, elegido libre y democráticamente en el mundo llamado libre.

En el tren, sirven la comida en el asiento, aparte de pasar cada poco ofreciendo tentempiés, cafés, tés y zumos, sin contar con el aluvión de vendedores que irrumpe en los vagones o por la ventanilla ofrece mercancías en cada estación que el tren para.

Está alojada en el Basoto Lodge, en Ernakulam, una habitación doble, no hay individual, con baño, por ciento veinte rupias al día. Todo mejora desplazándose hacia el sur.

En el pueblo no son muy madrugadores. Le llevó tiempo encontrar un sitio abierto para desayunar. En Madrás, antes de las siete de la mañana, tomaba dos cafés con leche acompañados de buñuelos. El señor que cocinaba, en cuanto la veía, colocaba los buñuelos en el trozo de papel de periódico usado habitualmente para envolver y como servilleta.

Seis pesetas le costó el billete del ferry para ir hasta Fort Cochín Navegar recibiendo en el rostro el frescor del agua. En el recorrido encuentran embarcaciones de todo tipo, con mercancías, viajeros, de pesca. Va llenando la retina de imágenes. Al atardecer. descubre un precioso parque, a la orilla del agua, donde sopla una fresca brisa y hay sombra.

La comida es más picante que en el norte. Probó en dos restaurantes y no le gustaron demasiado. Continuará experimentando. Lo malo de cambiar de lugar, aunque también tiene su encanto, es que, cuando ya se tiene todo controlado, hay que volver a empezar.

Visita la iglesia de San Francisco, construida por los portugueses en mil quinientos diez. Allí enterraron a Vasco de Gama. Más tarde llevaron sus restos a Portugal.

Uno de los dioses que concita gran devoción es Ganesha, con cuerpo de hombre y cabeza de elefante. Siendo niño, Shiva, su padre, se fue a dar una vuelta por el Universo a ver como andaban sus dominios. Al volver, encontró a su mujer en la habitación, con un joven al que cortó la cabeza sin pararse a pensar que las criaturas crecen y su hijo había pegado un buen estirón. La madre le obligó a resucitarlo. Pese a sus divinos poderes, solo podía devolverle la vida, dándole la cabeza del primer ser viviente que viese. Dio la casualidad que, en ese instante, pasó por allí un elefante y así, el apuesto y guapo muchacho tuvo que cargar por siempre con la trompa. En absoluto son exageraciones. Una mezquita, construida sobre alguna reliquia de un dios, derribada por los hindúes en mil novecientos noventa y dos, causó serios disturbios y más de doscientos muertos. No hay día, con motivo de las próximas elecciones, en que no aparezca, en los medios de comunicación, algún comentario acerca de la dichosa mezquita.

En Cochín se puede caminar por las aceras. No hay gente viviendo ni durmiendo en ellas. No se ven vacas por las calles, ni cagadas y pocos escupitajos. Está todo más limpio y cuidado, como no había visto en todo lo que lleva recorrido. La gente no la mira, no le ofrecen taxis ni mercancía alguna. Hay muchas jóvenes vestidas con chandal, camisetas y zapatillas deportivas.

El periódico trae una foto del príncipe Felipe y su papá. Es el cumpleaños del rapaz. En el pie de foto comentan que es el soltero más codiciado del mundo.

A este pueblo le llaman “La Reina del Mar Arábigo” y también “La Venecia del Este”. Pescan con unas curiosas redes chinas, montadas en unos artilugios de postes de madera que bajan al agua mediante un sistema de palanca. Paseando, encuentra la calle Quirós. Luisa se sorprende. Su pueblo, un lugar perdido en la montaña asturiana, se denomina así. La calle está al lado de la iglesia de San Francisco. De casualidad topa un supermercado. Es el primero que ve desde que está en esa tierra. Entró, pensando en comprar queso. No había. Salió con una pastilla de jabón y unos cacahuetes que resultaron ser al curry.

Hanuman, el dios mono, de segunda categoría, también es muy venerado. Hay templos llenos de esos bichos. Los animalicos del señor suelen transmitir la rabia.

Las estaciones climatológicas en la zona son, verano, que corresponde a marzo, abril y un poco de mayo. Monzón, en mayo, junio, julio y agosto. Otoño que va de septiembre a febrero. La temperatura está en estos momentos, primeros de febrero, sobre treinta y siete grados de máxima y veintiséis de mínima. El ventilador está funcionando toda la noche.

No se ven niños trabajando como en el resto del país. Por las tardes alguno que otro vendiendo cacahuetes en el parque.

A Soniaji, nombre indianizado de la italiana, nuera de Indira Gandhi, cuando era primera dama le llamaban “la esfinge”. “la reina de las nieves”, o “Mona Lisa”, por su imperturbable apariencia, fría y distante. Ahora la ponen a parir debido al cambio total que dio para atraer votos. Titula un artículo en el periódico: “La reina de las nieves se descongela”.

Desgranan el cereal dándole golpes, a los manojos de espigas, contra una piedra. Luego lo ponen a secar en las orillas de la carretera. Pasan, por encima del grano, coches, motos, personas y animales. Empleando el mismo sistema de secado, unas mozas preparan en el borde de la carretera una especie de pescados pequeños, abiertos, sin tripa y por cientos, colocados al sol, encima de unos sacos. Les preguntó Luisa si les echaban sal. No entendieron. Sólo hablaban la lengua de la zona.

Visita una sinagoga en el barrio judio. Callejuelas estrechas y pocos habitantes. La mayoría se fue a vivir a Israel.

En las sepulturas del cementerio católico, hay lápidas con nombres de Manueles, Virginias y apellidos Lobo, Gómez y Rodríguez, entre otros, que datan de la época de la dominación portuguesa, así que supone que la calle Quirós sea de aquellos tiempos. Por cierto que los portugueses persiguieron a los judíos afincados en el lugar.

Cada día, después de desayunar, con el periódico bajo el brazo, va Luisa al embarcadero y toma el ferry para cualquiera de las varias islas que hay. Pasea al borde del agua contemplando a los pescadores manipular las redes chinas. Hay puestos en los que preparan el pescado que se compra a pie de agua. Cobran veinte rupias por cocinarlo. Se sienta en una terraza frente al mar Arábigo a tomar un té con limón, mientras lee el periódico.

Buscando un teatro encuentra un supermercado en el que hay queso. Le supo riquísimo. En los restaurantes, cuando lo pide, son escasas las raciones. También compra uvas pasas. Cuando ya había comido casi la mitad de la bolsa, le vino a la mente el que las secarían al borde de la carretera, como el grano y los pescados. Piensa que hay que olvidarse de esas minucias o se muere uno de hambre.

En la habitación hay dos mesas, una al lado de las ventanas, con luz suficiente y comodidad para escribir y dibujar. Copia de libros, de periódicos o deja ir el lápiz y la imaginación. Escribe cada día lo que acontece, lo que observa, lo que lee y piensa acerca de la India y sus habitantes. Cada dos o tres días, esa especie de diario, lo envía a su familia para que sepan de sus andanzas y recorridos.

Se le acerca mucha gente, pobres criaturas, con el ánimo y la intención de practicar inglés. España ni les suena. Tan sólo uno comentó: si, un pobre país de Europa, no rico como Francia y Alemania.

El transporte escolar en la provincia de Kerala es en autobuses que, al igual que los del servicio público, tienen buen aspecto, están cuidados y funcionan bien.

Celebran San Valentín. Anuncios en prensa, televisión, en la calle, corazones, joyas, flores y cenas a la luz de las velas.

Cochín tiene trescientos mil habitantes. La tasa de alfabetización de Kerala es la más alta de la India con un noventa por ciento. Tiene también este estado el mejor servicio sanitario del país, funcionando el control de natalidad. Hablan el malayalam. Hay numerosas librerías y la mayoría de publicaciones están en esa lengua.

Luisa despertó en la noche y vio una luz en la ventana. Pensó que estaban limpiando los cristales por la parte de afuera. Saltó veloz de la cama. Las ventanas no tenían cristales y lo que estaban “limpiando” era el bolso y la riñonera. Rompieron la tela metálica de la parte de arriba y desde allí abrieron las contraventanas, sujetas con clavijas. Por entre las rejas, supuso que con un gancho, alcanzaron lo que les dio tiempo. Eran las cuatro de la mañana. Llamó al recepcionista del hotel que dio una vuelta alrededor. Nada vio ni encontró. Al amanecer, justo debajo de la ventana, en la cornisa que bordea el edificio, estaba la riñonera, una camiseta y doscientas rupias metidas en un sobre entre unos papeles. Fue a la policía a presentar la denuncia para poder efectuar la solicitud al seguro. En la calle había tirados algunos objetos sin importancia, un pañuelo y comprimidos de paracetamol. No tiene agenda, ni documento de identidad, ni el montón de etcéteras que llevaba en el bolso. Piensa sujetar la mochila a la cabecera de la cama, lo más lejos posible de las ventanas. Con el ruido del ventilador funcionando toda la noche, cualquier golpe se oye amortiguado. Dormida y con la sordera que tiene es lógico que no se enterase de la movida. Los policías acudieron rápido. Estaban en el hotel antes que Luisa volviese de poner la denuncia. No dieron mucha importancia al robo y casi, casi dejaron entender que ella era culpable por dejar abierta la contraventana superior. Al regresar a la comisaría en busca de la copia de la denuncia y mientras un policía la redactaba, peleándose con la máquina de escribir, el jefe la sometía a un interrogatorio, interesándose por sus circunstancias personales y la vida en España. Al final, quería ligar a Luisa con un agente bigotudo allí presente. Lo que más siente del robo es la agenda con las direcciones, sobre todo las de Delhi. Tiene que volver por allí y le gustaría visitar a las gentes que fue conociendo y le dieron sus direcciones.

A partir de la noche del robo tiene problemas para dormir. Le es imposible conciliar el sueño y que éste sea reparador. Despierta angustiada y el más leve ruido supone un sobresalto.

El té de media mañana lo toma en el Art Café. Hay, en su interior, exposiciones de pintura. Los cuadros que tienen colgados oscilan entre las treinta y las cuarenta mil pesetas. No le gustan demasiado. Aunque le gustasen, tampoco los compraría. Luisa trata, en la medida de lo posible, de no engancharse demasiado en el engranaje de la sociedad de consumo. A veces, hasta lo consigue.

Una mañana, al salir del hotel, para un coche a su lado. El conductor le dice que si va a desayunar a la Casa India del Café, que la lleva. No, gracias, me gusta caminar, contesta. Era lo que le faltaba. Acaso el hombre tenía buenas intenciones, nunca se sabe. Ni se le pasa por la mente subir a ningún vehículo con desconocidos. Hay que ver como controlan para saber donde desayuna cada día.

Dicen que el sudor elimina toxinas. De ser cierto a Luisa no le queda ni una en el organismo. Suda las veinticuatro horas del día. Desde la noche del robo desconecta, a veces, el ventilador para que el ruido de éste no le impida percibir cualquier otro sonido. La desconexión del aparato es por poco tiempo. El calor y la humedad son tan intensos que no queda otro remedio que mantenerlo funcionando. Encuentra un alivio en ducharse y, con el cuerpo mojado, tumbarse, desnuda, debajo del ventilador. En cuanto apriete más el calor se irá hacia el norte.

En la isla Bolghatty están reparando un palacio dedicado a hotel. También acondicionan el campo de golf que lo circunda. El lugar es precioso, así como el entorno. Vegetación, agua, luz, color y tranquilidad.

Hace dos días que la prensa no comenta los asuntos de la bragueta de Clinton. Eso si, con tan fausto motivo del “pito” americano, el dólar bajó en su cotización respecto a la rupia.

Leyendo acerca de las elecciones lo pasa entretenido. En las vallas del parque hay expuestos un montón de carteles con las caricaturas de los candidatos según la visión del artista.

En un artículo se comenta acerca de la prostitución infantil. La mayoría de nenas, con nueve o diez años, las reclutan en zonas aisladas del Nepal, pagando unas rupias a la familia. Las obligan, a palos, a trabajar en los burdeles de Bombay y otras capitales. Aunque está prohibido ya hay niñas que, con diez años, están casadas.

A veces piensa que va a ser duro tener que volver a cocinar después de esta vida tan agradable. Cafés con bocadillo de desayuno, travesía en barco a una de las muchas islas. El pincho de las once cada día en un lugar distinto. Hoy, por ejemplo, gambas con verduras y, - lástima de vino -, una gaseosa con limón. Comida en un chino, con batido de helado de pistacho como postre. Va habituándose, que remedio, a las bebidas dulces. No le gustan. Unas veces se le olvida advertir que no pongan azúcar o bien, no hay otra cosa y tiene que tomarlo dulce. Lo que sí está a su gusto es el café. Una infusión clara y caliente.

Viaja hasta Alleppey, a cincuenta kilómetros de Cochín. La población tiene más canales que calles y una hermosa playa. Fue en autobús de línea que, como todos los del sur, no tiene cristales. Las ventanillas sólo tienen unas persianas para protegerse del sol. La temperatura entre el invierno y el verano oscila unos dos o tres grados, tanto la diurna como la nocturna. El trayecto llevó hora y media.

Sesenta millones de criaturas están sin escolarizar en todo el país. La mayoría en las zonas rurales. Los padres razonan que un joven que estudie no trabajará la tierra y por tanto no los cuidará cuando sean viejos. Entre diez y doce rupias se necesitan para conseguir las dos mil cuatrocientas calorías de comida por día, consideradas necesarias normalmente para vivir. Un cinco por ciento vive, mas bien sobrevive, con menos de cuatro rupias por día. Un ochenta por ciento de la población no llega a las diez rupias.

Un oscuro lado de la India es el sistema de castas, engendrando odio e intolerancia. Los privilegiados hindúes que, durante siglos, disfrutaron y disfrutan de influencia y poder nunca sintieron que era su deber procurar un cambio para mejorar la calidad de vida de las castas inferiores y minorías. Así, están surgiendo movimientos fundamentalistas para preservar la “sagrada tierra”, de los ricos, claro.

Cada dios hindú lleva armas que simbolizan la violencia. Violencia que forma parte de la religión. El Ramayana y el Mahabarata, los libros sagrados, son historias de violencia, desarrolladas, legitimadas e institucionalizadas para instrumentalizar la violencia en la sociedad india. Los Vedas también ensalzan las castas, en la lucha de las fuerzas Hindutva contra los Dalits, a los que trataron de eliminar totalmente.

En los meses que Luisa lleva viajando por el país no encontró esa paz, esa apacibilidad de que le hablaron visitantes de la India. Violencia, injusticia, autoritarismo, ignorancia, desigualdad, miseria, suciedad, calor y polvo es con lo que se topa a cada instante.

Un aspecto del deterioro del país es el miedo que la prensa, y cualquier persona tiene a hablar y mucho menos denunciar casos de corrupción. Aún en el caso de tener pruebas, contra un juez, por ejemplo, no puede decirse porque va a la cárcel. Se ha aprobado una ley antiterrorista que permite detener sin cargos y por tiempo indefinido a cualquiera. Nunca se sabe lo que puede pasar. Hay mucha gente que sufre decisiones judiciales totalmente injustas y se siente con una impotencia absoluta.

En el aspecto económico, la privatización de las empresas públicas sigue favoreciendo a los pudientes con la gran ironía de que todos los riesgos son públicos y todos los beneficios son privados.

En Dharamsala, cerca del Himalaya, tiene la residencia Su Santidad el Dalai Lama del Tibet. Se asentó en ese lugar, con sus seguidores, al invadir sus tierras los chinos. Están, por otro lado, los lamas de Nepal. Ya está Luisa liada de nuevo con las religiones. No sabe de que rama de lamas es la reencarnación el alpujarreño Osel que ya debe tener edad para ejercer sus funciones.

En las noticias cuentan de un granjero que, con un hacha, cortó una pierna a su suegra, mientras ésta dormía. El motivo fue que, las cuarenta áreas de terreno que había negociado como dote de su hija, las puso a nombre de ésta y no del yerno, tal como establece la costumbre.

Al lado del paseo marítimo, en un extenso campo, hace unos días que están montando una enorme estructura de postes de madera y trenzados de hoja de palma. Cuenta con instalación eléctrica, megafonía y circuito cerrado de televisión. Mide las dimensiones en pasos. Trescientos cincuenta de largo por cien de ancho. Todo para una reunión de cristianos, no católicos, durante cinco días. Piensa Luisa en las viviendas o alcantarillado o conducción de agua que se podían haber hecho con el trabajo, el tiempo y el dinero que emplean en esa historia para cinco días de sermones. Cada vez entiende menos el comportamiento de las gentes. No paseó en barco. Quería contemplar el comienzo de la reunión religiosa Siro-Malabar. A las ocho de la mañana ya había bastante gente salmodiando repetitivas palabras, acompañadas con música. La imagen de un sacerdote aparece en las múltiples pantallas del circuito de televisión. Hay acotados y cercados dos lugares para letrinas. Techado el de mujeres y a cielo abierto el de hombres. Ambos tapando el retrato de Stalin y el anuncio de un homenaje en su memoria para el día cinco de marzo.

Día de elecciones. El pueblo está desierto. Muchos establecimientos cerrados y autobuses y barquichuelos circulan con pocos viajeros. El Basoto, hotel en que se aloja Luisa, está en la calle de la Prensa. Desde bien temprano hay mucha gente, hombres la mayoría, escuchando atentamente las informaciones que, por altavoces, difunden desde el edificio en el que está el periódico de mayor tirada.

Ya tiene el billete para viajar a Delhi, capital del país, con diez grados menos de temperatura. No sabe que hará cuando llegue allí. Le apetece visitar Rajhastan y también ir a las montañas. Por otra parte le da una pereza enorme cada vez que tiene que pelear con los taxistas, buscar alojamiento y restaurante.

SIETE

Partida en trozos voy quedando en la tierra de mis orígenes, en la tierra de mis antepasados. Pocos son los cambios que hubo en este país en los miles de años que, en semillas, nos distribuyeron por varias partes del planeta. Mis recuerdos se desvanecen. Fue en Burdeos, ya hecha camiseta, que Juan preparó la plancha para estampar en mi tejido la reproducción de un cuadro que Gauguin pintó durante su estancia en Tahití. Juan es artista. Pintor y escultor. Luego de los estudios de Bellas Artes, trabaja en París como asistente de un pintor de renombre. Allí empezó su coqueteo con las drogas, legales e ilegales. Siempre andaba escaso de dinero. Quería volver a España, una vez finalizada su estancia en casa del pintor. En ese momento surgió el trabajo de estampación que le permitía sobrevivir, ayudado con pinturas y esculturas que vendía en la calle. Le costaba mucho ahorrar. El dinero se le escapaba de las manos. Vive entre despegues creativos y tremendos naufragios en la marginalidad más absoluta. Cena en restaurantes caros y al día siguiente mendiga unos cigarrillos o unas monedas. Delgado, alto, moreno, con cierta prestancia. Viste elegante, con toques de extravagancia. Otras veces, las más, va sucio y harapiento.

Juan se quedó con una de las camisetas que había estampado con el colorido tahitiano del cuadro de Gauguin. Yo, la flor blanca de algodón, nacida en Jaén, soy parte de esa camiseta.

Juan me llevó a España en uno de sus viajes. Una noche de copas me cambió por un porro y pasé a ser propiedad de Félix. Con éste pasé un tiempo en la cárcel. A Félix lo detuvieron con un buen alijo y estuvo cuatro años a la sombra. Me tendía a secar al sol, junto con otra ropa menuda, prendida en una cuerda que ataba a los barrotes de la ventana de la celda. La colada la hacía en el lavabo. Félix había enviado su dirección a una revista, en solicitud de correspondencia. Recibió varias respuestas y contestó a algunas, entre ellas a Luisa a quién envió varias revistas editadas en la prisión, dibujos y también la camiseta, de la que soy una parte. El último pequeño trozo de mi ser acabó en una papelera de Nueva Delhi.

OTRA VEZ DELHI

Ya en el tren, camino del norte. Charla con una italiana que va a Nepal y luego a Tailandia, hasta que acabe el dinero. En el asiento de enfrente, una madre joven le da de mamar a una criatura como de ocho meses. Está tan seca y tan flaca que parece el palo de una escoba. Van también en el vagón unos chavales que charlan y ríen.

El viaje, de tres mil quinientos kilómetros, atravesando la India de sur a norte, continúa. Los chavales se posan en el estado de Tamil Nadu. La magra, como le llama la italiana, sigue dándole de mamar a su criatura. En medio de la noche, se posa un viajero que iba en una de las literas, dejando un paquete en el suelo. En los últimos días los periódicos advertían que, si se veía un bulto sin viajero, se avisase inmediatamente porque podía ser una bomba. El padre del bebé, enfrente de Luisa, lo comenta y se inquieta. Vuelve el hombre a recoger el envoltorio pero sube uno que deja la maleta en la litera y se va. Regresa al poco para tranquilidad de todos los que estaban despiertos. Hay otro peligro y es que, de noche, al parar el tren en las estaciones, suben gentes amigas de lo ajeno. Aprovechan que los viajeros van dormidos, cogen lo que pueden y salen del vagón. Hay bastante vigilancia. Así y todo, se las arreglan para burlarla.

Después de cincuenta horas de viaje ya está en Delhi, en un hotel céntrico y en una habitación doble con baño. Hay una terraza-comedor-sala de estar con ambiente muy agradable. Gente alegre y parlanchina. Algunos saben español. Alejandra, suiza y Bernard, bretón, lo saben de viajar por centro y sudamérica. Bernard está dando la vuelta al mundo. Empezó a viajar en el mes de julio y espera llegar a Francia en mayo. Tiene negociada una moto que le tendrán lista para cuando vuelva de meditar con el Dalai Lama y, sobre dos ruedas, emprenderá el regreso a su país.

Da una vuelta por la “Edad Media”, o sea por Main Bazaar. Basura, mendigos, vacas, tapas de alcantarilla levantadas con las aguas saliendo a borbotones en un flo, flo, como vómitos asquerosos de un monstruo que habitase en el subsuelo y van formando grandes barrizales. Tiendas, tenderetes, contorsionistas, gente, chavalería hippy. Un variopinto y multicolor panorama. Se encuentra con el mozo fotógrafo de Puri. Acompaña a una amiga que está haciendo un reportaje sobre la India. En el restaurante, durante la comida, se sentó enfrente de Luisa una austriaca que empezó a contarle de un compatriota que le había estafado. No hacía más que llamarse estúpida. A la hora del té entabla conversación con unos chilenos. Uno de ellos, Oscar, estuvo en Japón siete años. Pasó un mes en Nepal y lleva tres por la India. Seguirá mientras le quede dinero. Luisa sale una noche a cenar con Oscar y Alejandro, un bonaerense. Es la tercera vez que éste viene a recibir las enseñanzas del Dalai Lama, aparte de aprovechar los viajes para negociar. Es joyero. Oscar y Luisa intentan que el argentino les cuente sus experiencias con el budismo. No hubo manera. Dice que hay que experimentarlo por uno mismo y escuchar al Dalai en sus prédicas. Estaba empeñado en que Luisa cambiase la fecha del vuelo y se fuese con el a Dharamsala. Un italiano de Pisa, Enrico, lleva un año en la India. Empezó meditando con el gurú Baba por una semana y se quedo cinco meses en el asrahm. En su tierra se emborrachaba cada día. Su hígado mejoró con la medicina ayurvédica, la comida vegetariana y la meditación.

En Wimpy come Luisa una lamburguer, hamburguesa de cordero. Se atraca de dulces en Wenger’s, la mejor pastelería, dicen, de la India y, en Pot Pourri pide ensalada y chile con carne.

En las elecciones, el BJP obtuvo mayoría simple. No ganó el partido de la italiana. Las negociaciones para formar gobierno no las entablarán hasta después del día trece de marzo. Los astrólogos detectaron que las fechas, entre el cinco y el trece, no eran favorables.

El dinero que se aporta a las ONG se administra, durante los postres, en una de las terrazas del India International Centre, en Nueva Delhi, donde los responsables se juntan para beber en el bar y para comer, servidos por camareros de librea, en el confort del aire acondicionado. Mientras, dos calles más abajo, la gente sobrevive entre la basura, la polución y el ruido. Es tantísimo el dinero internacional disponible que todos quieren una parte del botín, para luego, las migajas que queden, invertirlo en quién sabe que proyecto para cambiar la vida de alguna tribu de las muchas que hay y que estaban tan a gusto sin la interferencia de la civilización y que, por otra parte, jamás son invitados a las reuniones en el frescor de la terraza, con helado y copichuela, hablando por ellos sofisticados urbanícolas.

Hoy celebran los indios el Holi, una fiesta, especie de carnaval, con hogueras, música y danzas. Se echan unos a otros agua coloreada y polvos también de colores. Al cruzar la calle para tomar el autobús al aeropuerto, no se libra Luisa de que la hagan partícipe de la fiesta. Un mozo se posa de una moto y le pinta la cara de verde. Celebran el fin del invierno, aunque sólo tiene sentido en el norte. En el sur no hay diferencia apreciable entre las estaciones a no ser el monzón.

Las esperas en el aeropuerto siempre son entretenidas. Un mogollón de árabes arrodillados sobre alfombras, en dirección a la Meca, efectuando sus oraciones. Los hombres delante, las mujeres atrás. Unas gentes en fila. Parecen mendigos, vestidos de harapos, con collares de flores. Su equipaje consiste en sacos de arpillera, atados con cuerdas.

Seis horas de espera en el aeropuerto de París. Pagar por un café, en vaso de plástico, trescientas treinta pesetas y compararlo con los precios indios, resulta sorprendente.