Mª Teresa Tuñón Álvarez: Plata
Wenceslao
llevaba dos semanas enfermo, postrado en la cama, aquejado de una
fiebre altísima y fuertes dolores de vientre que lo mantenían alejado de
su trabajo en las entrañas de Cerro Rico en Potosí, la ciudad más alta
del mundo. Una ciudad llena de belleza en sus empinadas calles, con
casonas, iglesias, palacios y monasterios. Una belleza que Wenceslao
nunca supo ni pudo apreciar inmerso como estaba en arañar las entrañas
de la mina para poder llevar el sustento a la especie de choza que
servía de hogar. Con un niño de doce años y una nena de diez, su mujer,
Lucrecia, aportaba algún boliviano a la economía familiar vendiendo
amuletos en un trozo de acera del Mercado de la brujería.
Su enfermedad, Wenceslao estaba seguro, era cosa del Tío, ese diablo
de la mina a quién debían guardar pleitesía todos los trabajadores y era
obligado ofrendarle cada día hojas de coca, tabaco y alcohol para que
les facilitase el trabajo y ayuda para encontrar la veta mejor y más
fácil de arrancar de las entrañas del Cerro. Fueron los españoles
quienes crearon la figura de ese demonio de las minas, con objeto de
obligar a los indígenas a trabajar sin descanso.
El día que Wenceslao se desplomó, retorciéndose de dolor, encima del
mineral que estaba cargando en la carretilla, no había realizado la
habitual ofrenda de coca, alcohol y tabaco al Tío. Estaba enfadado con
él. Hacía va un tiempo que, los esfuerzos que realizaba la cuadrilla de
la que él formaba parte, no obtenían los resultados esperados. El dinero
que recibían era menguado. Apenas les daba para sobrevivir.
La mañana de aquel martes despertó sin dolor. Ni rastro de fiebre.
Una energía inusitada lo invadía. Ágil, se levantó de un salto y,
vistiéndose a toda prisa, corrió veloz hacia la mina, no sin antes
pararse en el Mercado de Mineros a comprar los presentes para el Tío. Al
ofrecérselos, a Wenceslao le pareció ver, en el horrible rostro del
diablo, una sonrisa. Parecía que sus pies, más que tocar el suelo,
volaban, camino de la galería. De repente, una intensa luz lo deslumbró.
Ante sus ojos tenía la más increíble y fabulosa veta de plata que el
Cerro Rico de Potosí había dado nunca. Por fin su vida iba a cambiar.
Tendrían una casa con agua corriente, su mujer dejaría de vender
amuletos, sus hijos podrían estudiar y tener una vida mejor.
Los asistentes al velatorio miraban con asombro la expresión de
felicidad en la cara de Wenceslao. No podían comprenderlo después de
haber pasado dos semanas retorciéndose de dolor y consumido por la
fiebre. Tenía también los brazos ligeramente elevados y las manos como
intentando agarrar algo. Al enfriarse el cuerpo, de su vientre comenzó a
salir una especie de humo que, elevándose, iba tomando la apariencia
del Tío. Y pareció escucharse una carcajada estentórea que estremeció a
los presentes.