viernes, 5 de diciembre de 2008

EL GUAJE



Hacía frío. La helada conservaba la nieve caída pocos días antes. César, el guaje de la mina El Xagarín, camina por la carretera, pisando en los surcos abiertos por las “rodás” del coche de línea y del camión de Argentino, casi los únicos vehículos que circulaban en aquella época, a finales de los cuarenta. Ya había sonado el “turullu” de Fábrica Mieres, ese pitido prolongado que señala la hora de comer para los mineros y el momento en que el guaje emprende el camino a Bárzana en busca de la comida, caliente y recién cocinada, para el vigilante y el capataz.

Va contento, pese a la dificultad de caminar con madreñas sobre la nieve helada. Al día siguiente es Santa Bárbara, patrona de los mineros. No se trabaja y vendría “la Señora” que, como cada año, les daría el aguinaldo. Con éste y lo que tenía ahorrado pensaba comprar un pantalón, un jersey y unos zapatos para estrenar en la feria de San José.

En la casa las cosas iban algo mejor desde que su padre había salido de la cárcel. Diez años de condena. Diez años encerrado por rojo. Diez años de su vida, apartado de los suyos por luchar en el bando republicano, el de los perdedores. César no sabía mucho de aquella contienda. En casa ni se mencionaba el tema. La madre, triste y silenciosa, deambulaba, la mirada perdida, ajena a lo cotidiano.

César iba con su padre, pocos días después del regreso de éste, caminando por una caleya, cuando se toparon de frente con un vecino.

- Hombre, ya estás aquí. Me alegro. No puedo darte la mano, la tengo mojada.

Era evidente que no quería estrechar la mano de un rojo, de una persona marcada por la cárcel. César nunca pudo olvidar aquel momento. Su padre era un hombre bueno.

“La Señora”, doña Orosia, era la dueña de las minas El Xagarín. También le llamaban “La Morata” por el apellido de su marido, ginecólogo en la capital. El día de Santa Bárbara, se sentaba, oronda, enjoyada y embutida en astracán, detrás de una mesa colocada bajo la galería de la vivienda del vigilante y allí, los mineros en fila, se acercan a ella, de uno en uno, con la boina estrujada en la mano izquierda. La derecha, extendida para saludar a “La Señora” que calza guantes de cabritilla y va entregando, a cada uno de ellos, cinco duros y un farias.

Mediaba febrero. El guaje acaba de colocar, en el chabolo, las lámparas de carburo. Prepara la cebada para dar de comer a los mulos. De repente, un revuelo, gritos, carreras. ¡Un derrabe!. ¡Y hay dos dentro!.

César corre hasta la bocamina. ¡Pá, pá!. ¡Mi pá ta dentro!. ¡Dejaime entrar!. La angustia oprime su pecho. Lágrimas de temor llenan sus ojos.

Lo sujetan y tratan de calmarlo. Varias horas después sacan a los dos mineros muertos.

César, el guaje de la mina, con sus quince años recién cumplidos, quedó, otra vez, como cabeza de familia. Su madre y dos hermanos pequeños dependían ahora de lo poco que él ganaba.

Estrenó, para el entierro de su padre, aquella ropa que, con tanta ilusión, guardaba para el día de San José.