jueves, 9 de septiembre de 2021

Morir de cáncer

 Tres meses de penosa agonía tras seis años de lucha contra la enfermedad. Todo empezó  con un intenso e insoportable dolor de tripa. En la intervención detectaron un nódulo canceroso, pequeño pero muy agresivo. El diagnóstico fue malo. Colocaron una bolsa en el vientre, un infusor en el tórax, y empezaron las sesiones de quimio. Había que luchar. Los efectos secundarios fueron inmediatos: cansancio, insensibilidad en manos y pies, intolerancia a algunos alimentos, llagas en la boca y malestar general.


Finalizado el tratamiento, una dura y larga intervención de más de nueve horas para quitar la bolsa, extirpar la vesícula y arreglar una hernia en el vientre que devino en una  lenta y dolorosa recuperación, ingresada en el hospital.


Después de un tiempo, poco, siempre con molestias y cansancio, en una revisión, detectaron activación en el colon y metástasis en el hígado. Y otra vez el suplicio de la quimio. Largas sesiones en el hospital y un recipiente con la medicación colgado del infusor durante cuarenta y ocho horas, al cabo de las cuales, vuelta al hospital a retirar el envase. Limpieza del infusor y visitas a la psiquiatra cada poco tiempo. los efectos secundarios eran cada vez mas frecuentes y en aumento: herpes zoster, infecciones de orina, llagas en la boca, aparte del cansancio y la insensibilidad en las extremidades.


Con el final del tratamiento llegó una anemia que imposibilitaba casi cualquier movimiento, pérdida de apetito progresiva, caída del cabello y malestar generalizado.


Sugirieron probar un tratamiento experimental en el que, un porcentaje, podía ser de placebos. No se pudo iniciar a causa de la anemia, así que, hierro por todas partes, en vena, en las comidas y en los batidos de la farmacia que ya casi era la única alimentación que toleraba su cuerpo.


La segunda sesión ya no fue posible. El cáncer iba avanzando, invadiendo otros órganos y deteriorando cada vez más, los ya afectados.


Veinticuatro horas de vómitos contínuos y dolores intensos se aliviaron con la morfina. Apremio para llegar al baño; allí quedaban, en el suelo, las prendas mojadas. Pañales. Imposible levantarse de la cama. Vómitos frecuentes, la mayoría de las veces, con el estomago vacio, lo que suponía agotamiento y malestar enorme. Agacharse para vomitar y ser incapaz de levantarse sin ayuda. Instalar cama articulada para facilitar los pocos e imprescindibles movimientos. Colchón antiescaras. Alimentos sólo líquidos, batidos de frutas con yogur y de la farmacia. El cuerpo rígido, las piernas esqueléticas y el vientre hinchado. El tiempo trascurría en una especie de sopor, sin saber si era día o noche, no pudiendo articular palabra alguna, desvariando en ocasiones. Así pasaron tres meses de agonía, de suplicio, hasta que, prácticamente en coma, le aplicaron los paliativos. Al expirar, su rostro reflejó la dicha de haber finalizado el sufrimiento.

jueves, 4 de marzo de 2021

Octavio

OCTAVIO 

 

Cumplía la mili en la Base Aérea de Getafe cuando enfermé de ictericia. Me enviaron a casa, de permiso, hasta que estuviera curado.  En Las Pandiellas, la finca familiar, siempre fui feliz. Un lugar con una sola casa, perteneciente a la parroquia de Villamarín de Salceo, con abundantes pastos, situada en una ladera mirando al norte y al borde del río Cubia. Allí nací y me crie con mis padres, Perfecta y Eleuterio y mis ocho hermanos. Yo soy el sexto. Había vacas, cabras y ovejas, así como gallinas y conejos. También colmenas y palomas. Las cosechas de maíz y escanda daban para autoabastecernos y vender en parte. Patatas, hortalizas y una pomarada completaban los cultivos. Teníamos suficiente desahogo económico, por encima de lo habitual en la época. 

 

Uno de mis hermanos murió de apendicitis. Cuando llegaron con él a Grado ya había fallecido. De los mayores, dos mujeres emigraron a Madrid y otros dos, hombre y mujer a Argentina.  En Las Pandiellas quedamos cuatro. 

 

Curado de la ictericia y dispuesto a volver al acuartelamiento de Getafe, aconteció el Golpe de Estado dirigido por Franco contra el gobierno de la Segunda República. Decidí entonces incorporarme al batallón “Asturias 39” que defendía la Cordillera Cantábrica en Ventana. Falangistas y soldados nacionales se habían apoderado de las cumbres y nosotros tratábamos de echarlos hacia Babia. El Comité de Guerra era consciente de la importancia que tenía la defensa de este punto. Al mando de un batallón de 300 hombres estaba el capitán jefe Rafael Barredo (Falín el de Grao). Las provisiones llegaban con dificultad, a lomos de mulos y caballos, dada la dificultad del terreno. Dormíamos en tiendas de campaña y en la capilla de Trobaniello. Allí conocí a Manolo, natural de Zorrina, en Salas, entablando con él una buena amistad y camaradería. Hablábamos mucho, de nuestras familias, de los proyectos y sueños truncados por el Alzamiento. Cuánto dolor y muerte causados por una Guerra Civil sin sentido. Un odio visceral hacia los rojos, hacia todo aquel que pensase diferente, que defendiera la igualdad, la justicia, los derechos sociales. 

 

El invierno fue riguroso. Sin el equipamiento adecuado; alpargatas en vez de botas de campaña, armamento procedente de la Primera Guerra Mundial, sin resguardo efectivo del viento, la lluvia y demás inclemencias, el día a día estaba plagado de problemas, difíciles de superar en muchas ocasiones. 

 

Para la construcción de las fortificaciones, además de nuestro trabajo, se obligaba a la población civil a ayudar, mediante un decreto denominado de “las sesenta horas”. Este era el tiempo que debería trabajar cada persona requerida por la convocatoria del Frente Popular. Debían traer sus herramientas para efectuar los trabajos que les encomendasen en el lugar señalado. La dureza del suelo y lo escarpado del terreno hacían penosas las labores de fortificación teniendo que emplear dinamita en varias ocasiones. Las tropas nacionales, acampadas en Babia, tenían más fácil el acceso al alto de Ventana, al poder utilizar camiones para su desplazamiento. 

 

Trabajamos duro, construyendo trincheras y parapetos, picando en la peña para resguardar víveres y munición. A finales de agosto y primeros de septiembre se produjeron las primeras escaramuzas. Con el avance de los falangistas de la Bandera de Lugo, las milicias populares abandonamos Ventana el 21 de octubre de 1937. 

 

* * * 

 

Temiendo las represalias de los nacionales, Manolo y yo fuimos a su pueblo, Zorrina. Allí, en casa de sus padres, habilitamos un zulo, separado con un tabique, del corripo de los cerdos. Se accedía, por una especie de rampa, desde una habitación. Salíamos por las noches, cuando brillaba la luna, a trabajar la tierra, preparar la huerta para plantar las hortalizas y segar la hierba. Los vecinos se asombraban al ver cómo le cundía el trabajo a la familia. También me entretenía en labores de carpintería, a las que de siempre fui aficionado. En una inspección, de las tantas que hizo la Guardia Civil al interior de la casa, la pareja de guardias subió a investigar al desván, valiéndose de una linterna. Tuvimos el tiempo justo para deslizarnos por la trampilla y llegar al zulo. Solían, los guardias, golpear los tabiques con la culata de los fusiles para comprobar si había algún compartimento hueco. Afortunadamente, en esa ocasión, no realizaron tal maniobra. Manolo me comentó que no podía más, que había llegado al límite, que no era capaz de soportar más la situación, siempre en tensión, con miedo a las represalias que sufriría su familia si lo encontraban allí escondido. Se entregó en el cuartel y pasó varios años en la cárcel. 

 

Uno de mis escondrijos fue en Bárzana, en casa de mi tío Francisco, hermano de mi madre. Allí, desde una rendija en el desván, donde estaba escondido, veía pasar a las mujeres a buscar agua a la fuente. Había una joven, casi una niña, Generosa, que llamó mi atención. 

-Tío, ¿quién ye esa chavala que se para a hablar contigo cuando pasa por aquí? 

-Pariente lejana nuestra. Muy buena rapaza, discreta, formal y trabajadora. 

. Gustaríame conocela, -le dije- ¿será posible? 

Propició mi tío que nos viésemos alguna vez, en una total clandestinidad. Así surgió un noviazgo bastante complicado por mi situación. 

 

Cambiaba a menudo de escondite. Cuando era una cueva la que me servía de albergue, procuraba que estuviese al lado de un río o un arroyo para poder beber y lavarme. Siempre desplazándome de noche por atajos, trochas y campo a través. En una ocasión, al atravesar un castañedo y saltar un muro, topé de frente con un oso. Éste se asustó tanto como yo. Soltó un gruñido pavoroso y yo un grito de terror. Una mujer, que venía del molino, al escuchar los gritos pensó, y así lo comento al llegar al pueblo, que habían matado un fugao, circunstancia bastante habitual en esa época. 

 

En Bandujo me escondía en el hórreo de mi prima Juana. Eran las fiestas de septiembre.  Desperté al son de la alborada que, el gaitero y tamborilero iban tocando por todo el pueblo, desde el barrio del Toral hasta “entelaiglesia” y, desde allí, acompañaba a la procesión. También llevaban un “ramo” con un roscón y rosquillas, colocadas en una estructura de madera, adornado con un mantel blanco, seis servilletas, lazos y flores. Al finalizar la misa se subastaban las rosquillas. No me llevaron la comida al hórreo, como acostumbraban cada día. Me senté a la mesa con toda la familia a dar buena cuenta del cordero, el pitu y el postre de arroz con leche. Después de comer empezó el baile en La Reguera. En la barra del chigre, unos tableros colocados para la ocasión, disfruté del espectáculo de las parejas de jóvenes mujeres que bailaban juntas, según la costumbre, esperando que los mozos se acercaran y las sacaran a bailar con ellos. De repente me puse tenso y en alerta. Una pareja de la Guardia Civil estaba a mi lado. Si topaban un rojo y encima fugao, aplicaban, sin dudar, la Ley de Fugas, disparar primero y preguntar después. La situación se complicó cuando, uno de los guardias, se dirigió a mí. 

- ¿Sacamos a bailar una pareja de mozas? -me dijo 

Vi la suerte de cara. Le respondí: yo bailo con la pequeña.  La desazón desapareció y caminé por delante del guardia hacia las jóvenes, una de las cuales, la más bajita, era Generosa, que había llegado de Bárzana, a pasar las fiestas en casa de Juana, también pariente de ella. Bailé aquella pieza y otras más con la chica que me gustaba y que acabaría siendo mi mujer.   

 

Un día, escuché como Juana, mi prima, le pedía leche a su hermana que acababa de bajar de la braña de ordeñar a las vacas. Ella se la negó. La tristeza me invadió, no quería ser una carga para nadie. Los tiempos no eran fáciles. Por la noche salí en busca de otro refugio. Cualquier oquedad me servía, mejor al lado de un arroyo o río. Castañas, avellanas y frutas de temporada constituyeron mi alimento en muchas ocasiones.  Nunca me gustaron las berzas, pero, una noche, era tanta el hambre que tenía que, al ver un huerto con un cuadro de ellas me puse a devorar las hojas tiernas una tras otra hasta calmar el apetito. 

 

*** 

 

 

Encerrado de día, escuchaba la vida a través de las rendijas y aberturas del hórreo, del desván o de la cueva en que estaba escondido. El paso de las estaciones, tantos otoños contemplando los tonos dorados de las hojas, antes de desprenderse de los árboles y caer al suelo formando alfombras. Las primaveras floridas, anunciando las cosechas. Los tristes y largos inviernos. Los veranos, más llevaderos, escondido en las cuevas. El canto de los grillos, el de jilgueros y raitanes, la llegada de las golondrinas o el sonido de la piedra de afilar rozando la guadaña. Las charlas y comentarios de los vecinos, el griterío de los niños jugando. Todo ayudaba a que me sintiera vivo, con la esperanza de que volviese la normalidad. El sueño nunca era sosegado. Siempre con el temor de que vinieran a detenerme, siempre pensando en una delación. Me acordaba de Senén, un tevergano que había combatido en Ventana, teniente del ejército republicano. Al finalizar la contienda estaba escondido en la cuadra de un amigo. Un vecino llamó para que saliera, que no había peligro.  El traidor venía acompañado de unos falangistas que, emboscados detrás de las vacas, en cuanto lo vislumbraron, lo acribillaron a balazos. A continuación, ataron el cuerpo a un caballo y lo pasearon por todo el pueblo. 

 

* * * 

 

En una ocasión, escondido en casa de mi tío Francisco, llegó una mujer bastante charlatana que empezó a comentar los horrores que habían padecido los parientes que vivían en Las Pandiellas. Mi tío trató, por todos los medios, de desviar la conversación, pero no hubo manera, ella siguió hablando y hablando. Así fue como me enteré de la terrible represión que había sufrido mi familia y el trágico fin de mis padres y mis hermanos pequeños. 

 

Un rato después de irse la vecina charlatana, mi tío Francisco subió al desván encontrándome aferrado a una viga del techo, llorando y en un estado de desesperación y nervios difícil de superar. Nadie me había comentado el trágico fin de mis seres más queridos. Cuando preguntaba por ellos sólo decían que se habían marchado a Madrid con mis hermanas mayores. La angustia y la desesperación me abrumaron al conocer la terrible realidad. Traté de coger el fusil, del que no solía separarme, con la intención de pegarme un tiro. 

-Tío, ¿por qué?, ¿por qué? - grité. ¡Me cago en el clero bendito!, voy a por el individuo que denunció a mi familia y a por todos sus allegados y mato a los que coja por delante. 

La denuncia había partido del alcalde de barrio de Villamarín, con el ánimo de apropiarse de todo cuanto pudiera de la propiedad de Las Pandiellas. 

Gran trabajo le costó a mi tío Francisco tranquilizarme. 

  

Por razones no confesables de esa familia de Villamarín, se fueron generando comentarios críticos hacia mis padres y mis hermanos, llegando a divulgar acusaciones tendenciosas por determinado tipo de comportamiento, como el hecho de dar de comer a los fugaos que habían buscado refugio en el monte. Era de sobra conocido que mi madre ayudaba a cualquier persona que por allí transitase, dado el despoblamiento de la zona y, a la vez, ser camino de tránsito hacia el concejo de Teverga. 

 

Motivos personales, como la envidia y políticos, por mi incorporación al ejército republicano, ambos unidos a la presencia en Momalo de un destacamento de falangistas, dieron lugar a que se fuera creando un clima enrarecido para mis padres que, con tres de sus hijos, se mantenían en Las Pandiellas. Les llegaron a aconsejar la conveniencia de dejar el caserío y trasladarse a vivir al pueblo de Villamarín para su mayor seguridad. Así lo hicieron, llevando consigo algunas pertenencias y animales domésticos, excepto las vacas que continuarían pastando en los prados de Las Pandiellas al cuidado de Andrés, de diecinueve años, hermano que me seguía en edad. En el pueblo surgían las preguntas de unos y otros sobre mi paradero, cuestión que mi familia mantenía desconocer. 

 

Un grupo de falangistas se presentó en Villamarin para llevar arrestados a los cuatro familiares y encarcelarlos en la escuela de Momalo. En ese lugar permanecía instalado un destacamento denominado “La quinta bandera de Falange”, cuyo mando corría a cargo de un tal Ezequiel. A mi padre y mi hermano Francisco, de quince años, los encerraron en una sala y en otra, aparte, a mi madre, con mi hermana Trinidad, de diecisiete años. Los vecinos no tardaron en escuchar, desde sus casas, los gritos de los detenidos, consecuencia de las palizas y torturas que les propinaban sus verdugos. Como ningún miembro de la familia confesó mi paradero, poco tardaron en poner en marcha un plan de aniquilamiento contra todos ellos. 

 

Los falangistas subieron a Las Pandiellas con el objetivo de requisar todo el ganado vacuno. Como quiera que encontraban dificultades para el traslado de los animales por el camino hasta Villamarín, donde esperaba el camión para cargarlos, encargaron a Andrés, mi hermano, que los sacara hasta la carretera. Accedió a cambio de la promesa de quedarse con una o dos vacas de leche. Ya con el ganado subido al transporte, le dijeron a Andrés que eligiera una vaca, cosa que hizo al instante.    “Bien, comentaron, ahora baja por la carretera hasta Momalo y allí la recoges”- Andrés comenzó a caminar y, en ese momento, por la espalda, le pegaron un tiro en la cabeza y se fueron en el camión. Vecinos de Villamarín se acercaron al lugar e intentaron recoger el cuerpo de Andrés, pudiendo comprobar cómo se había arrastrado, moribundo, por la carretera, acompañado de su perro, un mastín con fama de muy bravo. El perro se había vuelto como loco y no dejaba que nadie se acercase. Teresa, una mujer acostumbrada a subir a la braña de Las Pandiellas y ver todos los días al perro, se acercó para calmarlo, pero el mastín se le tiró a las piernas, por lo que tomaron la decisión de pegarle un tiro y así recoger el cuerpo de mi hermano. A Andrés lo enterraron en el cementerio en una fosa común utilizada por los vecinos de la parroquia para depositar a los fallecidos que sus familiares no podían costear los gastos de una sepultura. 

 

 Como cambiaba a menudo de escondite mi familia nunca sabía dónde estaba y si lo sabían no lo confesaron, pese a las torturas y palizas.  A mi padre y mi hermano Francisco, los llevaron a un lugar conocido como La Dosal, más arriba de Momalo. Allí mismo le pegaron un tiro a cada uno, dejándolos tirados en el monte- De vuelta al pueblo los falangistas dieron orden a unos vecinos, a sabiendas de la buena relación que mantenían ambas familias, para que procedieran al enterramiento. Acostumbraban a escoger aquellos vecinos más comprometidos con las ideas de izquierdas para mayor escarnio en este tipo de crímenes- Pasados los años, pudimos conocer el lugar donde permanecían los restos. 

 

Mi madre y Trinidad permanecían encerradas en la escuela. Se comentó que, algún miembro del destacamento de Falange, más humano que el resto, dejó una puerta abierta para permitir su fuga. Así lo hicieron, dirigiéndose a Villamarín tratando de obtener ayuda. Llamaron a la puerta del alcalde de barrio. Su mujer abrió la puerta de cuarterón y al verlas comenzó una sarta de reproches, recalcando que como se atrevían a pedir ayuda si nunca iban a misa y pasaban todo el tiempo blasfemando. “No me comprometáis” les dijo, antes de cerrar la puerta a la que mi madre se mantenía aferrada mientras suplicaba desesperada. No consiguieron la ayuda que necesitaban. Los de izquierdas no se atrevieron a echarles una mano por temor a las represalias y los facciosos porque no quisieron. Eran rojas. Fueron a esconderse en una pequeña cueva, cerca del río, por debajo de la carretera. No tardaron en encontrarlas. Les hicieron tomar el camino de vuelta a Momalo. Poco antes de llegar al pueblo, mientras caminaban, les descerrajaron un tiro en la cabeza a cada una. Por la espalda, como hacen los cobardes. Se desconoce quienes pudieron haberlas enterrado. Años después recibieron sepultura, los cuatro familiares, en dos tumbas. Los restos de Trinidad con mi madre y los de Francisco con mi padre. Ambas sepulturas, con sus lápidas y nombres correspondientes permanecen en un lugar próximo a la carretera que sube a Tolinas, enclave que decidí años más tarde para conocimiento y recuerdo de todos.  

 

 

* * * 

 

 

Anteriormente a todos estos sucesos que tuvieron lugar en 1938, mis padres habían empezado a construir una casa nueva en Las Pandiellas. Ausentes todos los familiares por diferentes circunstancias, todas ellas trágicas, una familia de Villamarín llego a Las Pandiellas, con un carro, para llevar los materiales de construcción, los animales domésticos, así como cereales y frutos. Destrozaron todo aquello que no les servía, quemando el resto, incluso todas las fotografías, para que nadie pudiera poner cara a las víctimas de aquella barbarie. Ni una sola imagen quedó de ninguno de ellos. 

 

Debido a las penurias que sufrían en la capital de España durante la guerra y la dura posguerra, con el racionamiento y la escasez de alimentos, la falta de trabajo y, el que había, mal pagado, mis dos hermanas, que habían emigrado a Madrid, regresaron a Las Pandiellas. Instaladas en la casa, encontraron una situación totalmente desoladora, todo devastado por la rapiña de quien había denunciado. Aun así, con grandes y graves carencias, pasaron un tiempo sobreviviendo como podían de lo que cultivaban, con dos vacas que habían comprado. Pasé algún tiempo escondido en el palomar de la finca. Mis hermanas me dejaban algo de comida por la noche, fuera de la casa, en un truébano, a escondidas del marido de una de ellas que amenazaba con denunciarme si me presentaba por allí. No tardó en intentarlo. Fue a Las Villas a pedirle a su padre un caballo para bajar hasta Grado a formalizar la denuncia. Su padre, un hombre recto y cabal, no sólo le negó el caballo, sino que también le amenazó con pegarle un tiro si lo hacía.   

 

En el tiempo que estuve en el palomar rememoraba la infancia, jugando con mis hermanos, haciendo trastadas, trabajando también en todas las labores, que no eran pocas, de tierras y ganados. Nunca fuimos a la escuela. Mi padre nos enseñó a leer, escribir y las cuatro reglas. Ciencias de la Naturaleza las aprendíamos en vivo y en directo, con la práctica diaria. Vino a mi mente un recuerdo triste. Tenía yo unos catorce años cuando escuché gritos de mi madre. Subí corriendo y vi como mi padre estaba pegándole con una guiada. Me abalancé y enfrenté a él. Delante de mí, al menos, nunca más volvió a maltratarla. Nunca pude soportar la violencia, mucho menos contra las mujeres. 

  

 No me quedó otra opción que desaparecer de nuevo. Cambié mi imagen todo lo que pude, intentando pasar desapercibido allí donde fuera. Recalé en Salinas, concejo de Piedras Blancas, haciéndome llamar Avelino. La situación no resultaba fácil, siempre tratando de no ser reconocido y carecer de cualquier tipo de documentación, vigente o falsa, que acreditase mi identidad. Escogía siempre lugares y trabajos que se adaptasen a mis circunstancias. Trabajé un tiempo de jardinero. Estar al aire libre, en contacto con la tierra, resultaba gratificante. Era como estar en Las Pandiellas plantando lechugas o cebollín, arrancar las malas hierbas o podar los árboles. En los atardeceres de primavera y verano, una vez terminado el trabajo, me recostaba en la hierba, a la sombra de un árbol, a pensar en lo que había cambiado la vida: de la libertad y los derechos sociales conseguidos en la República, a la total represión de la Dictadura Militar. La Iglesia con poder absoluto; todos tenían que ser católicos por decreto ley. Matrimonios celebrados legalmente tuvieron que revalidarse por la Iglesia para ser considerados válidos. Criaturas que debían cambiar de nombre al ser, obligatoriamente, bautizadas. La feroz persecución, encarcelamiento y muerte a todo el que fuese de izquierdas. La denuncia de cualquier vecino envidioso o con ánimo de hacer el mal, suponía una detención, requisar sus bienes y, en muchos casos, fusilamiento. Mi tristeza era enorme al comprobar la situación a la que habíamos llegado. 

 

La vida, en la posguerra, era muy dura. Siempre con el temor de que te detuvieran, pidiesen la documentación y, en el mejor de los casos, librarte con una paliza. Para desplazarse de un lugar a otro era necesario un salvoconducto, expedido por la autoridad competente. El racionamiento era escaso y malo. Los encargados de distribuirlo hacían negocio proporcionando parte de la ración a los comerciantes amigos que lo vendían al “estraperlo”. Cada campesino tenía que declarar la superficie sembrada de maíz o escanda y entregar al Ayuntamiento, la parte proporcional establecida. Una mujer que tenía alquilado un local para depósito de los alimentos del racionamiento y el grano aportado por los agricultores, hizo un pequeño agujero, a ras del suelo, en el tabique de ladrillo que separaba su vivienda del local y, con un gancho de alambre sacaba granos de escanda. Tostados en una sartén con un poco de azúcar y triturados en el molinillo era lo que servía a la familia para preparar café. La correspondencia era censurada. Las cartas no se depositaban en Correos. Había que llevarlas al cuartel de la Guardia Civil donde eran leídas y ellos se encargaban de darle curso, si aprobaban el contenido. Se recibían abiertas, una vez leídas por el censor de turno. 

  

* * * 

 

 

Viví “de noche”, oculto y siempre en tensa alerta durante doce años. Me entregué en el año 1948, en Grado, acompañado de un oficial militar apellidado Ortega. No establecieron cargo alguno contra mí, quedando totalmente libre para volver a mi casa de Las Pandiellas 

 

Me casé con Generosa, después de un largo noviazgo en la clandestinidad. Al tener antecedentes, por haber luchado en el bando republicano, no me daban trabajo en parte alguna. Empezamos en Las Pandiellas, con una vaca que le dieron sus padres a Generosa y las colmenas que sobrevivieron a la rapiña de los vecinos. Labramos las tierras y, en verano, trabajaba de herbero en los pueblos vecinos. Una tarea dura, segar la hierba a guadaña, pero permitía obtener unos jornales muy necesarios.  

 

Empecé a trabajar en las minas de caolín en Bárzana. Mi mujer no quería, por el peligro que entraña esa ocupación, pero siempre estuve en labores de exterior. Con el capataz, bastante prepotente, tuve unas palabras, a causa de un trabajo que él pretendía se realizase de una manera y yo propuse que se hiciera de una forma más fácil. Dijo que, si no estaba conforme, me marchase. Y así lo hice. Tres días más tarde apareció el ingeniero por Las Pandiellas. Octavio, tienes que volver, tu trabajo y organización, son importantes, -me dijo-, te disculpas con Ramón y ya está. No tengo por qué disculparme, -contesté-, en todo caso es él quien tiene que hacerlo. Volví a trabajar, sin excusas por ninguno de los dos.  

 

Un día, en el mercado, encontré a un conocido que me contó unos hechos relacionados con lo acontecido a mi familia: 

Manolo era vecino de las Cuestas, de Trubia; se casó con una mujer de Santianes llamada Piedad, con la que tuvo tres hijos. Dos de ellos nacieron con graves problemas de salud a consecuencia de la talidomida, un sedante recetado a las embarazadas en España entre los años 1957 y 1963. 

Allá por los años setenta, en conversación con Rafael Estrada, Manolo se lamentaba amargamente del problema irremediable que padecían sus hijos y que él achacaba a un castigo de Dios. Rafael le preguntó el motivo por el que Dios le pudo haber castigado. La razón, explicaba Manolo, se debía a unos hechos en los que había participado como componente del grupo de falangistas destacados en la escuela de Momalo, a cuyo mando figuraba un tal Ezequiel, vecino de Seaza. La misión consistió en dar caza a un vecino de Las Pandiellas, llamado Octavio, que había desertado del servicio militar obligatorio y permanecía escondido en algún lugar de la zona. Al llegar a Las Pandiellas, finca propiedad de la familia del fugado. Un joven que se encontraba en la casa, al ver que unos extraños sacaban las vacas de la cuadra y las llevaban ladera abajo, corrió tras ellos que caminaban hacia Bárzana, con el ganado. Cruzaron el río Cubia para subir a Momalo y el joven suplicaba que no le llevaran la vaca pinta, pues era la que daba leche. 

Dexaime la pinta ho! ¡No me la llevéis! -gritaba angustiado. 

Respondieron que los acompañara hasta Momalo y, una vez allí, se la devolverían. Poco antes de llegar a la carretera que sube a Tolinas, en un prado conocido como El Dosal,. donde poco tiempo atrás habías fusilado a varias personas de los concejos de Grado y Tameza-,Ezequiel dio la orden de matar al joven. 

Parte de las vacas fueron sacrificadas para alimentar a la tropa establecida en la escuela y el resto se llevaron para Grado. 

Una mujer de Momalo encontró al joven muerto en el fondo de un prado. Tenía un pedazo de pan en una mano y, a su lado, permanecía el perro que le acompañaba desde que había salido de su casa tras el grupo de falangistas. 

Pasaron los años y, un día, Octavio hizo su aparición en Grado. Se entregó a las autoridades, lo metieron preso, tuvo un juicio y, al no encontrar en su conducta delitos de sangre, lo dejaron en libertad. Fue el único de la familia que pudo continuar en la casa. Había sobrevivido ocho años escondido en cuevas y casas de amigos y familiares. Luego, con nombre falso, realizando diversos trabajos. Pudo rehacer su vida, creó una familia y se trasladó a Grado, con su mujer e hijas. 

Rafael, tratando de dar consuelo a Manolo, le decía que él no había pegado el tiro, a lo que contestó: “que, de haber intervenido, tal vez hubiera salvado la vida del joven”. De ahí que, el remordimiento que sentía, le hacía pensar que se debía al castigo que recibió de Dios.                          

 

 

 

  

ENLAZA ESTE RELATO CON EL QUE OFRECE DE ESTE HECHO JOSÉ LUIS MARTIN VIGIL EN SU LIBRO “LAS FLECHAS DE MI HAZ”. EL AUTOR ESTABA DESTACADO EN MOMALO Y FORMÓ PARTE DEL GRUPO QUE DETUVO A LA FAMILIA DE OCTAVIO. ESCRIBE LO SIGUIENTE:  

  

  

Hay orden de traslado, pero la 5ª Bandera no sale para el frente, como cabía esperar, sino que se reparte estratégicamente sobre el terreno y a mi sección la destinan a un pueblecito monte arriba, por la cuenca del Cubia, que se llama Momalo, con el fin de completar la absoluta limpieza de la zona.  

 

  

Somos casi cuarenta hombres y nos alojamos en las casas aldeanas. A mi me toca la del “ferreru”. Momalo es una aldea a caballo sobre la carretera de Tameza 

  

  

La operación limpieza comenzaba de nuevo y esta vez ejercida de modo sistemático. Por vez primera actuábamos de noche...”¡Hay batida!”, con lo que debías tirarte de la cama, equiparte en segundos y tomar el armamento de rigor.  

  

  

Era particularmente duro correr el monte abrupto en una oscuridad acrecentada por la abundancia de arboleda. Caímos sobre los objetivos designados con el mismo sigilo de las alimañas que merodean no lejos de nosotros. Generalmente se trataba de una cueva, un caserío donde podían haber hallado refugio los de los maquis. Gritos de intimidación, brutales golpes en las puertas, una vez copado el edificio, candiles que se encienden, gente empavorecida, registros exhaustivos y la eterna pregunta: “¿Dónde están?”, sin obtener respuesta convincente. O lo ignoraban o tenían más agallas de lo que el mando suponía. Se practicaban detenciones, pero de gente desarmada, inofensiva. Luego, ya de vuelta, continuaba el expediente.  

  

  

No supe de torturas si, por tortura, entendemos el refinamiento en la aplicación de coacciones físicas. Todo era más elemental; pero se pegaba a los detenidos, se les zurraba, las manos atadas a la espalda y entre varios. Ocurrió que, como consecuencia de una de aquellas batidas nocturnas, teníamos encerradas en el puesto de mando a dos mujeres, madre e hija, por no sé qué complicidades probadas o supuestas, que nosotros ignorábamos. Durante la noche y aprovechando la descuidada vigilancia, había volado la pareja; ni rastro de madre e hija en el lugar. Los mandos dieron voces, las inculpaciones se disolvieron en el peloteo de responsabilidades a que todo el mundo se libró. El jefe de la sección, con sus dos flechas plateadas en el gorro, mandó patrullas en todas direcciones. La suerte, mala suerte, por cierto, hizo que aquella en la que yo formaba, diera en un pueblo vecino con el par de evadidas. Se detuvo a las mujeres sin ninguna resistencia y se dispuso el regreso a pie por la misma carretera. Cierto que, al despedir a las patrullas, el mando airado, tras recriminarnos con tópico desgarro militar, había gritado: “Y si las encontráis, no quiero verlas por aquí”, pero, ¿acaso se trataba de otra cosa que retórica? … ¿Se puede disponer de una vida sobre la base de tan ambigua orden? Veníamos de vuelta, ellas delante y nosotros cinco, con un cabo, detrás. Y este ínfimo escalafón de la castrense jerarquía, entonces en candelero, tomó la decisión, al parecer, de interpretar al pie de la letra las palabras. Hubo miradas, gestos expresivos, órdenes mudas. Ellas no se enteraron de que daban el último paso de su vida. Así, por la espalda, a menos de tres metros, fueron cazadas con la mayor impunidad. Cayeron hacia delante, boca abajo, y estaban muertas sin necesidad de la gracia de otro tiro.  

  

  

Si la orden incluía intencionadamente semejante atrocidad, es algo que no sé, pero al llegar al pueblo y dar parte, no hubo quejas, regañinas, ni siquiera un reproche por lo que cabría reputar en el mejor de los supuestos de excesivo celo. Todo se dio por bueno y a otra cosa.  

  

  

En descargo de conciencia, y tal como estaba educado por entonces busqué la confesión como un alivio. No eran pecados propios, aunque tampoco estaba muy seguro de que no salpicaran los ajenos. La actitud del sacerdote, sin embargo, me produjo cierto escándalo. Lo disculpaba todo. Era un cura rural de un pueblo no lejano. Y no es que su tendencia a perdonar pudiera molestarme lo más mínimo, es que no podía disimular su partidismo y perdonaba evidentemente, más que desde la caridad, desde un deseo inconfesable de revancha: “No te preocupes, hijo, ellos hicieron cosas mucho peores”.       

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"Historia real y sin adornos, como fue la historia de la Guerra. Historias reales y personales, alejadas de la Épica con mayúscula, porque en ellas está la auténtica épica, la del esfuerzo y la del dolor, la de la lucha, también la de la derrota."