viernes, 21 de marzo de 2008

Plata

Por TeresaTuñón.
Mención especial IV Concurso de microrrelatos mineros Manuel Nevado Madrid.

Wenceslao llevaba dos semanas enfermo, postrado en la cama, aquejado de una fiebre altísima y fuertes dolores de vientre que lo mantenían alejado de su trabajo en las entrañas de Cerro Rico en Potosí, la ciudad más alta del mundo. Una ciudad llena de belleza en sus empinadas calles, con casonas, iglesias, palacios y monasterios. Una belleza que Wenceslao nunca supo ni pudo apreciar inmerso como estaba en arañar las entrañas de la mina para poder llevar el sustento a la especie de choza que servía de hogar. Con un niño de doce años y una nena de diez, su mujer, Lucrecia, aportaba algún boliviano a la economía familiar vendiendo amuletos en un trozo de acera del Mercado de la brujería.

Su enfermedad, Wenceslao estaba seguro, era cosa del Tío, ese diablo de la mina a quién debían guardar pleitesía todos los trabajadores y era obligado ofrendarle cada día hojas de coca, tabaco y alcohol para que les facilitase el trabajo y ayuda para encontrar la veta mejor y más fácil de arrancar de las entrañas del Cerro. Fueron los españoles quienes crearon la figura de ese demonio de las minas, con objeto de obligar a los indígenas a trabajar sin descanso.

El día que Wenceslao se desplomó, retorciéndose de dolor, encima del mineral que estaba cargando en la carretilla, no había realizado la habitual ofrenda de coca, alcohol y tabaco al Tío. Estaba enfadado con él. Hacía va un tiempo que, los esfuerzos que realizaba la cuadrilla de la que él formaba parte, no obtenían los resultados esperados. El dinero que recibían era menguado. Apenas les daba para sobrevivir.

La mañana de aquel martes despertó sin dolor. Ni rastro de fiebre. Una energía inusitada lo invadía. Ágil, se levantó de un salto y, vistiéndose a toda prisa, corrió veloz hacia la mina, no sin antes pararse en el Mercado de Mineros a comprar los presentes para el Tío. Al ofrecérselos, a Wenceslao le pareció ver, en el horrible rostro del diablo, una sonrisa. Parecía que sus pies, más que tocar el suelo, volaban, camino de la galería. De repente, una intensa luz lo deslumbró. Ante sus ojos tenía la más increíble y fabulosa veta de plata que el Cerro Rico de Potosí había dado nunca. Por fin su vida iba a cambiar. Tendrían una casa con agua corriente, su mujer dejaría de vender amuletos, sus hijos podrían estudiar y tener una vida mejor.

Los asistentes al velatorio miraban con asombro la expresión de felicidad en la cara de Wenceslao. No podían comprenderlo después de haber pasado dos semanas retorciéndose de dolor y consumido por la fiebre. Tenía también los brazos ligeramente elevados y las manos como intentando agarrar algo. Al enfriarse el cuerpo, de su vientre comenzó a salir una especie de humo que, elevándose, iba tomando la apariencia del Tío. Y pareció escucharse una carcajada estentórea que estremeció a los presentes.

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